martes, 16 de agosto de 2011

El nacimiento de Domingo Seminario / por David Arce

Ocho meses después de cumplir doce años, Doralisa Seminario, caminaba bamboleante con la panza enorme por las calles de Chulucanas. La gente le decía que iba a parir mellizos que muy grande tenía la barriga, que se pusiera una moneda de un sol de oro, de esos antiguos que en verdad eran de oro, para que no se le saliera el ombligo. Por la calle Amazonas camino al mercado, sintió el primer dolor lacerante en el vientre que muchas curiosas le advirtieron que era indicativo de que el parto era inminente. Entonces cambió de rumbo y se dirigió a la calle Tarapacá, donde quedaba el antiguo paradero hacia Morropón, y allí le fue diciendo a cada uno que se apeaba de su carreta que por favor le avisaran a su hermana Micaela Lalaquiz que viniera urgente a Chulucanas para que le asistiera en el parto. Y como ya estaba advertida de que estos menesteres los sufriría por lo menos una semana, se dirigió al mercado a comprar todo lo necesario como para no salir durante dos semanas de la casa, no sin antes pasar, con la esperanza de encontrar, por donde siempre acomodaba sus cachivaches, al vendedor de sebo de culebras, pero se regresó entristecida porque en vez de él estaba otro chuncho con las mismas culebras mantonas.

Y como quien dice, sin saber leer ni escribir, ella sola empezó los preparativos del parto. Lavó toda la ropa que pudo, dejó limpios los trastos, barrió el piso de tierra apisonada salpicándola con agua, mató ocho gallinas y las cecinó para que le duraran hasta después de dar a luz. El día en que los dolores de vientre se tornaron tan insoportables que parecía que le iban a desgarrar las carnes y que todavía tenía la secreta esperanza de que su hermana Micaela hubiera recibido a tiempo el encargo, tuvo el coraje de levantarse, llenar un tinajón de agua y ponerlo a hervir sobre las brasas, planchó las sábanas limpias, buscó la nueva tijera de acero inoxidable y la colocó cerca de las brasas para esterilizarla, no le fuera a dar tétanos al churre.

Los dolores empezaron a repetirse a cada rato y hasta le parecía que empezaban uno detrás de otro. De pronto sintió la barriga menos hinchada y como que una piedra se le hubiera deslizado hacia abajo. Tengo ganas de cagar, pensó. Pero se asustó porque no fuera a ser que en esos menesteres se le saliera el hijo que seguía pateando con fuerza.

Cuando Micaela Lalaquiz abrió la puerta de par en par llamando a su hermanita y nadie le respondió, encontró a la recién parida durmiendo el sueño de parturienta, con varias sábanas ensangrentadas entre las piernas, y junto a su pecho un churre recién nacido envuelto como un tamal chupando la teta como un bendito. A un costado todavía estaban la tijera y el balde con la placenta, quedándose asombrada de que nadie hubiera asistido en el parto a su hermana primeriza. Le preparó un caldo de gallina para parturienta, llevó a enterrar la placenta, lavó las sábanas, y como ya no tenía nada más que hacer, le vendó la cabeza a Doralisa con las recomendaciones de que no se sacara las vendas, no vaya a ser que te venga un sobreparto hermanita, no pujes, no levantes pesos, tampoco estés tocando agua por lo menos cuarenta días, vas a dejar que yo solamente te limpie con un trapito mojado, no estés comiendo limón ni mango ni tamarindo verde, fájate bien y para nada te levantes. No sabes cómo es esto, muchas mujeres han muerto por querer levantarse a los siete días de paridas y eso que ya tenían varios hijos. Y eso sí muchacha, no engrías a tu hijo porque si no, lo acostumbras mal. Ya sabes, leche materna hasta que se te sequen las tetas, nada más necesitan los churres, aquí he traído un poquito de miel de palo para mojarle los labios para que su vida le sea siempre dulce. Recién podrás darle algunas papillas a partir de los seis meses, si le das antes se puede llenar de ronchas para siempre. Y creo que puedes empezar a darle chicha solamente al año.

Se dirigió al horcón donde estaba colgado de un alambre el descolorido Almanaque Bristol, lo hojeó y exclamó contenta: «le corresponde llamarse Wenceslao porque ha nacido el 28 de setiembre», y mira esta corbatita que le has puesto, parece que va a ser cura.

¡No! —dijo secamente Doralisa Seminario—. Él se va a llamar Domingo. Y no le quiso dar explicaciones a su hermana.

©David Arce

miércoles, 10 de agosto de 2011

Chulucanas, octava fundación / por David Arce

Chulucanas, casi al igual que Piura, tuvo varias fundaciones. Los conquistadores españoles tuvieron dificultades con el clima, las enfermedades nuevas para ellos, el acopio de agua salubre y las famosas guerreras Capullanas, que se resistían a caer vencidas.

Después de tanto tira y jala, el pueblo trashumante se asentó en las laderas del cerro Ñañañique, en la confluencia del río Ñácara o río Grande con el río Yapatera o río Chiquito.

Y hasta mediados del año 1930 Chulucanas no era más que un pequeño caserío de casas desperdigadas en el valle, con una cancha de tierra denominada Plaza de Armas, una pequeña iglesia en construcción y un solar abandonado llamado Palacio Municipal.

Por ese entonces se corrieron las voces de que Luis Miguel Sánchez Cerro, un militar nacido en Piura, se había sublevado en Arequipa, al sur del país y se proclamaba Presidente del Perú, derrocando a Augusto Bernardino Leguía y Salcedo, quien gobernaba desde hacía once años con mano férrea. Rápidamente el pueblo de Piura se sumó a la algarabía de tener el primer presidente piurano en la historia del Perú.

Aunque demoró menos de un mes en llegar desde Arequipa hasta Lima, el general Sánchez Cerro se quedó desconcertado al ver el Palacio de Gobierno como si hubiera sido abandonado momentos antes: por todos lados se veían obras de arte tiradas por los suelos, preciosos muebles arrastrados hacia las puertas, y lo que más le llamó la atención fue ver varias cajas pesadas desperdigadas por el patio. Al abrirlas recordó las historias fantásticas que le contaba su abuelo sobre la ciudad perdida de El Dorado. Dentro de cada caja se encontraban pesadas estatuillas de oro macizo del tamaño de un niño de ocho años, que para cargarlas se necesitaba la fuerza de cuatro hombres.

Rápidamente ordenó la detención del presidente derrocado, quien huía en el crucero Grau rumbo a Panamá. Fue capturado mar adentro a la altura del puerto de Paita y encarcelado en el Panóptico de Lima, donde moriría dos años más tarde.

Nadie supo cómo el presidente Sánchez Cerro averiguó que toda esa riqueza en oro provenía de un pueblo de la sierra de su natal Piura, llamado Frías. Lo cierto es que en sus deseos delirantes por llegar hasta la ciudad perdida de El Dorado dispuso mediante decretos supremos que la naciente carretera panamericana se desviara de su trayecto original y, subiendo y bajando cerros, pasando por la peligrosa Cuesta de Ñaupe, en Motupe, rodeando el gran Vicús, pagando sobretiempo a los trabajadores, utilizando candiles para no detener el trabajo durante las noches, el asfalto llegó hasta Chulucanas.

Y con ella llegó una multitud de trabajadores, vivanderas, y mercachifles. Los ingenieros colocaban teodolitos, trazaban rutas imaginarias, desplegaban planos y comentaban entre ellos. Muchos trabajadores se asentaron a ambos lados de la carretera e instalaron sus casas de barro y cañabrava. En sus horas de ocio tendían un petate y jugaban a quemar los billetes de las libras peruanas por el solo placer de ver el color rojo púrpura de la llama.

Ocho días después del 30 de abril de 1933 los ingenieros recogieron sus aparejos, desarmaron algunas carpas y, con la mayoría de trabajadores, regresaron a Lima, dejando abandonada la carretera a medio hacer en Chulucanas: se enteraron de que el presidente Sánchez Cerro había caído asesinado por un militante aprista en el Campo de Marte mientras pasaba revista a las tropas.

El 27 de junio de 1937 fundaron Chulucanas por octava vez. Aunque ya se desparramaban muchas historias rebotando entre sus calles.

© David Arce

domingo, 7 de agosto de 2011

La mentira de los reflejos / por David Arce

Exactamente a las 3 de la tarde con 33 minutos, después de lavar y secar por enésima vez los nueve vasos tallados de cristal de Bohemia, Coco Coquetín Coquetario sintió una punzada en el pecho, un nudo en la garganta y unos deseos irresistibles de llorar. Tal vez era el color de la tarde, muy parecida a la de aquella de cincuenta años atrás, cuando regresaba a casa, caminando casi en el aire, contento porque su profesora gorda, doña Rosita Távara Mondoñedo, le regaló cinco caramelos y lo felicitó por sus altas calificaciones delante de todos sus compañeros y le concedió, además, el resto de la tarde libre. Al comienzo no supo qué hacer. Después de un momento pensó en acompañar a la abuela Mercedes. Bajó caminando por la calle Libertad y dobló por Junín. Nunca en su vida había visto el cielo de Chulucanas de ese color dorado que impregnaba el aire y las escasas nubes delgadas por todo el horizonte. Fue la primera vez que saboreó la felicidad.

Y lloró durante tres días seguidos sin comer ni beber. El último día lloró sin lágrimas, estremeciéndose en convulsiones a intervalos alejados. En esos tres días su mirada no se despegó de la superficie de los vasos donde se reflejaba toda su vida pasada.

Vio la tierra completamente blanca de Chulucanas, cuando aún no era mancillada por la sangre derramada en las guerras fratricidas. Vio a los enviados del Inca Túpac Yupanqui traer prisioneros de tierras lejanas, envueltos en ponchos y abrigos multicolores. Vio los antiguos Vicús adorar a los ancestros en las huacas del Macanche, Ñañañique y Ñácara. Vio la cabaña del Cholo Cano cercada rápidamente por múltiples casas de cuadrillas de trabajadores abriendo trocha hacia El Dorado que el general Sánchez Cerro creía situado en las sierras de Frías. Vio los trece ídolos de Frías de oro macizo de 24 quilates, del tamaño de un churre de ocho años, pesando cada uno ciento ochenta libras, desparramados en el Palacio de Gobierno.

Vio a la abuela Mercedes casi niña, semidesnuda, bajo la sombra de Fortunato Seminario, quien le quitó la virginidad de la manera más dulce que nunca se halla sabido. La vio llorando bajo un algarrobo inventando una historia para contar a sus nietos. Vio a Aurora Canales sacándose los alacranes de sus senos vaporosos cuando se bañaba y luego la vio cuando era pisoteada por una manada de toros. La vio deseando la muerte de Ciro Cherres Pacherres y cuando el deseo se cumplió no la alegró. Vio a Doralisa Seminario asustada con el camaleón en el mercado y más asustada aún, cuando ocho días después del último año nuevo de su vida, descubrió que la sábila que colgaba detrás del cuadro del Sagrado Corazón de Jesús goteaba sangre y que la pita que sostenía la bolsa roja estaba roída por las ratas y que por más que buscó nunca encontró el pan ni el sol de oro que metió dentro del pan. «¡Ay, Jesús!» se persignó, resignándose a todas las calamidades, sin saber que pocos meses después moriría su hijo más amado, y que ella le seguiría los pasos más tarde, dejando a los seis Domingos desesperados, tristes y maldiciendo a Dios.

Vio a dos hermanas gemelas, las Juanas, llorando emocionadas, reencontrándose después de muchas penas, en una peregrinación al Señor Cautivo de Ayabaca. Vio a un guitarrista jorobado caminando con una de las Juanas mientras la otra deliraba en la Casa de los Cachorros. Vio a María Candela descalza, con su blusa blanca y su falda negra tirando piedritas al río Ñácara, mirando el transcurrir del agua. Vio la Casa de los Cachorros encandilada todas las noches. Vio a cada una de las moradoras y cada una de sus historias. Vio a los seis hermanos Domingo llorar maldiciendo a la abuela Mercedes por celebrar su cumpleaños mientras ellos seguían de luto por la muerte de su hermano Domingo Seminario. Más tarde, cuando encontraron a su madre muerta, odiaron más a la abuela Mercedes en silencio.

Vio al Negro Otero llorar unos segundos antes de colgarse del badajo de la campana de la torre de la catedral. Vio a Heráclito Seminario dudando sobre las causas de la muerte de Doralisa Seminario. Vio la muerte anunciada de cada uno de los cachorros con música del Inquieto Anacobero Daniel Santos. El sufrimiento de su madre Carmela Seminario, muy niña, durante el primer parto, cuando nació por cesárea, a escondidas de la gente, su hermano Jorge Seminario. Vio el cielo incendiado de cometas la noche del insomnio de los churres y el cerro de tamo de arroz ardiendo durante cuatro días hasta que llegaron los bomberos de Piura a apagar las brasas.

Vio a su tío y a la vez padre, Eugenio Primero cuando salió calato, gritando, nadie se muere de hambre carajo y al abuelo Alejandro perseguirlo y encerrarlo en el cuartito junto al tamarindo del corral, donde años después quisieron encerrar a la abuela Mercedes. Vio a la hacendada y señora Blanca Seminario y Seminario llorando mientras leía unas cartas amarillentas. Y vio todo el valle de Talandracas desde la casa hacienda de los Seminario.

Vio el árbol de tamarindo florecido de calzones de la abuela Mercedes, las calles de Chulucanas repletas de pasos de baile de los Diablicos y su Chencho, la corona de azahares de la abuela Mercedes, la corona de Matilde Coco y la gresca memorable de Siete Leches Madeleine con el futuro alcalde Cherres Pacherres. Vio al viejo fotógrafo con su antiguo daguerrotipo asustando a las ancianas con la captura del alma, el incendio del nitrato de plata y los hermosos retratos de niños de cabello largo y pantalones cortos, que a los cinco años exactos eran sometidos al corte de pelo con padrino y fiesta incluidos.

Vio el cuerpo abatido de Froilán Alama antes del bautizo de los catorce churres moñones, condenado a asolearse durante nueve días en la cancha Monteverde, aunque al tercer día el cuerpo fuera robado durante la noche a pesar de la fuerte custodia policial y llevado a enterrar a Monte los Padres, donde varios años después la gente peregrinaría en búsqueda de milagros. Los catorce moñones nunca se cortaron el pelo en vida. La gente demoró varios años en volver a festejar la fiesta de cortamoños y solo la reiniciaron porque la mayoría de los churres no podía correr sin pisarse el pelo largo.

Vio a la milagrosa Virgencita del Algarrobo, con su boquita pequeña, de virgen, y sus ojitos de vidrio verde, a quien nadie veía, solamente la niña Teodorita. Vio la muerte de su medio hermano, llamado como él, Jorge Seminario, muerto en plena adolescencia, como los otros tres cachorros. Y le dolió en el alma la impostura que hizo de la vida de su hermano, viviendo la vida que no le tocó vivir. Sintió la pesadumbre de no haber vivido de verdad todo lo que su hermano le contaba de la Casa de los Cachorros y del Colegio Militar. Inventó viajes a países remotos y el cambio de sexo y de nombre. Inventó ante sus amigas y amigos que ella, Madame Georgette, había sido operada por el mejor de los cirujanos del mundo, que ya no quería que la llamaran Jorge Coco Seminario y menos Coco Coquetín Coquetario, porque ella era una verdadera dama. Nadie más que ella supo de todas las mentiras que había contado durante su viaje a Chulucanas, cuando se enfermó María Candela. No soportaba pasar inadvertida; necesitaba que alguien la mirara, que alguien le lanzara al menos un piropo a su paso. A nadie le contó el enorme parecido de Eugenio Segundo con Eugenio Primero, de quien se sospechó el embarazo de Carmela Seminario.

Durante cuatro días transcurrieron todas las imágenes de su vida pasada y la de sus padres, la imagen borrosa de un bombero anónimo y la nítida presencia de Carmelo Seminario, quien en realidad fue padre y madre para él.

Al tercer día, cuando todas sus lágrimas se hubieron secado, reponiéndose de las lamentaciones de no haber vivido su propia vida, de haber vivido a través de la vida de los demás, tomó nuevamente los vasos de vidrio ordinario y cantando Ne me quitte pas, los volvió a lavar, pensando en la siguiente mentira que les iba a contar a sus sobrinos y a sus amigos.

Suspiró hondo, bebió un trago de agua y, sin dejar de cantar, empezó a pintarse las uñas, esperando encontrar aquella noche algún joven árabe.

©David Arce

Ilustración: Casa roja / Eva Lewitus

sábado, 6 de agosto de 2011

La visita / por David Arce

Sonia irrumpió en mi casa desparramando risas y alegría a borbotones. Llevaba tras de sí una retahíla infinita de bártulos y cachivaches: cajas con plátanos verdes, frutas exóticas de la selva, más cajas con cecina y rosquitas de almidón de yuca, siete gallinas amarradas por las patas y que eran jaladas por un niño panzón, un pavo real, azul brillante con el cuello enroscado alrededor del buche que miraba por un solo ojo, como si hubiera sufrido una fractura del pescuezo, un cerdo flaco con pestañas rubias largas que caminaba como si continuara amarrado, una lora llamada Aurora y un mono tití llamado Pedro. Volviéndose hacia mí, sin parar de sonreír, me dijo: Tiíto querido, me da mucho gusto verte, después de tanto tiempo, y tú que habrás pensado que nunca íbamos a cumplir la promesa de visitarte, pues aquí está tu sobrina más querida y estos son mis hijos, señalándome al niño panzón de las gallinas y a otros tres que parecían de su misma edad, todos con la barriga prominente.

Rápidamente se instaló y distribuyó sus cosas como si conociera cada rincón de mi casa, quedando al final, todo en su lugar exacto, sin darme tiempo todavía a recordar esta nueva familia extensa. La única habitación a la que no entraron fue a mi dormitorio. Hurgué entre las telarañas de mis recuerdos, alguna evocación de mis padres o de los abuelos y no encontré ninguna referencia a familia procedente de la selva del Huallaga.

Como no me producían ninguna molestia, los acepté en mi casa para que pasaran el verano. Sonia se apoderó de la habitación de mi madre, que Dios la tenga en su gloria y sus hijos se apoderaron de las dos habitaciones para huéspedes. Aurora la lora, se trepó a la lámpara de la sala y de allí no se movió, sólo bajaba a comer el choclo que le dejaba Sonia todas las mañanas y a beber el agua limpia de todos los días. Sonia arrimó la mesa de centro a un costado para evitar que la lora siguiera cagándose encima de los girasoles artificiales y tuvo que limpiar todos los días el piso, en el cual quedaba una mancha verde y perfumada. Pedro el mono, se escondió debajo de la parra del tragaluz y nunca más lo volví a ver.

No pasaron ni cuatro días y llegó otra sobrina desconocida, con cuatro niñas y varias cajas con más comida y ropa. Una de las niñas, la mayor traía sobre el hombro derecho una iguana verde, lo cual le hacía caminar con la cabeza inclinada hacia el lado izquierdo. Yo me llamo Miriam y soy hermana de Sonia, tiíto, me dijo la recién llegada, y para no incomodarte tío, nosotras vamos a dormir todas juntitas en la sala.

Desde entonces, cada mañana, antes de salir a mis caminatas por la playa, yo tenía que sortear varios cuerpos que luchaban entre sus sueños, cuidando de no pisarlos. Hasta entonces no modificaba mi rutina, caminaba una hora por la playa, recogía algunos objetos interesantes varados por las olas y luego subía al muelle a comprar un pescado y tomar un café caliente donde Juanito, en Barranco. Después de mis caminatas matutinas leía en mi cuarto hasta antes del mediodía, hora en la que me preparaba mi pescado para el almuerzo. En las tardes me sentaba en el parque, en la banca frente a la iglesia y miraba la gente pasar.

Cuatro días después de que llegó Sullana, mis hábitos se trastornaron por completo y hasta se invirtió mi ritmo diario del sueño: las niñas jugaban en mi cuarto, se metían a mi baño mientras yo me duchaba y revolvían entre mis cosas buscando algo que las sorprendiera.

Luego sucedió que ya no caminé por la playa, y en vez de mi pescado diario, empecé a comer la cecina de chancho de la selva y los plátanos verdes fritos que tanto me gustaron. De vez en cuando compraba pescado para todos. Un día hasta me olvidé de ir a cobrar mi pensión de maestro jubilado.

En las noches en que me quedaba despierto escuchando las luchas de las niñas y los ronquidos de la madre, recordaba a mi madre que me decía: hijo mío, cuando vayas de visita no te quedes mucho tiempo, porque sucede igual que con lo muertos, a los tres días empiezan a apestar y te ponen mala cara, al principio te tratan bien porque no te han visto durante mucho tiempo, pero cuando empieza a escasear la comida y a ponerse las cosas peliagudas, es cuando te ponen mala cara. Recordando estas cosas podía soportar la visita de estas personas extrañas y el cambio de mi rutina diaria, sin molestarme ni decirles nada.

Huachipa por Eva Lewitus


Sonia y Miriam eran magníficas amas de casa, limpiaban y ordenaban todo, a veces lo ordenaban tan bien que yo no encontraba dónde estaban mis cosas. Tenían a los niños muy peinaditos y limpios, el piso de la sala reluciente, y a la cocina ya no me dejaban entrar más. Miriam me dijo: muy bonito tu cuarto tiíto, y muy rica tu cama, nunca he dormido en una cama tan grande tiíto. Y yo para complacer a ella y a las niñas, las dejé probar mi cuarto y mi cama. Y me dije, por una noche bien vale la pena soportar dormir en la sala sabiendo que Sullana y las niñas disfrutarían de una noche muy cómoda.

Y esa noche, la primera noche, que dormí en la sala, tuve pesadillas, como malos presentimientos. Prendí una luz y me puse a leer una revista ante los ojos abiertos de Aurora, la lora.

A la mañana siguiente salí a dar un paseo por la playa y al regresar, el colchón donde yo había dormido ya estaba recogido y la lora dormida. Y no sé qué sucedió entre Sonia y Miriam que noté un trato diferente de ellas hacia mí. Ya no me decían tiíto, sírvete este plato con yucas. Solamente estaban serias y con gesto adusto. Me ofrecieron una taza con voz áspera: sírvete tío este café. Por eso no quise pedirle mi cama aquel día. Y seguí durmiendo en la sala. Aunque en realidad no dormía, me quedaba despierto mirando a Aurora la lora, que me gritaba sin mover su boca: duérmete calvo.

No sé qué tramaban estas sobrinas extrañas, mi dinero desaparecía de la billetera, mis llaves que siempre las colgaba junto a la puerta aparecían junto a la parra, y un día llegaron al colmo de querer confundirme porque empezaron a vestirse igual, con el mismo peinado y el mismo maquillaje. De la misma manera empezaron a vestir a las cuatro niñas y a los cuatro niños.

Fue entonces que durante la noche pensé en una forma de decirles que se vayan de mi casa sin herir susceptibilidades ni echarlas por la fuerza porque estas extrañas sobrinas no daban ningún indicio de querer regresar a su tierra y ya se manejaban como si fueran dueñas y señoras de mi casa. Aquella noche decidí que por la mañana les diría, de manera cordial, que quería volver a vivir solo y que les agradecía todas sus atenciones.

Y ni bien regresé de la playa y mientras tomaba el desayuno, carraspeé un poco, aclarando mi garganta para empezar a hablar, para que no quedaran dudas de lo que iba a decir… Fue en ese entonces que Sonia, me miró seria y me dijo con una voz suave y musical: “Disculpa querido tío la pregunta, no queremos importunarte, pero como ya llevas mucho tiempo, queríamos preguntarte hasta cuándo te vas a quedar de visita con nosotras, porque no es muy bueno que te quedes durmiendo tanto tiempo en nuestra sala”.

No dije nada. Sentí una inmensa cólera crecer como espuma por mis venas. Qué tal raza, me dije, ahora estas desconocidas se quieren quedar con mi casa y me quieren echar de ella.

Pero no fue necesario decir ni hacer nada, porque en ese momento Miriam, a quien no sé por qué motivo algunas veces me gustaba nombrarla Sullana, me dijo: Mira papá, ya estamos hartas de tu jueguito. Sonia y yo somos tus hijas y tú solamente tienes una nieta y un nieto, que son nuestros respectivos hijos. Y esa mujer, a quien ignoras por completo y que está sentada allí en esa poltrona, que te cuida, te habla y te protege todos los días, es nuestra madre y tu esposa Sullana.

© David Arce.