miércoles, 7 de septiembre de 2011

El vuelo del huerequeque / por David Arce


Las gallinas más viejas empezaron a revecear y a comentar entre ellas, de nido en nido, en el comedero, en las ramas del tamarindo donde dormían y en cualquier lado donde se encontraran. Las que antes se escandalizaban por el bullicio de la viuda Trinidad, ahora también se escandalizaban por el silencio casi sepulcral que reinaba en el gallinero. Primero dijeron que estaba enferma, después que estaba enamorada, más tarde dijeron que se trataba de la menopausia y por fin la más vieja se llevó la punta del ala a la sien y dijo:
―Cómo no se nos había ocurrido antes, si está más claro que el agua, la muy bandida está clueca y la muy volantusa se hacía la santa, véanla pues.
―Y nunca le conocimos marido, porque ya llegó viuda —decían las demás—, en coro.
Transcurridos los veintiún días, todas se asomaron a mirar si salía a pasear con sus polluelos, pero nada. Pasaron cuarenta días y ni asomo de Trinidad.
Lo que no sabía nadie del gallinero es que Trinidad, en su bulliciosa existencia, escapándose a mataperrear por los alrededores de los viejos algarrobos, se había encontrado un huevo extraño y en su soltería decidió empollarlo y tener su hijo propio, su hijo único y amado. Y ya empezaba por creer que estaba empollando un huevo huero, cuando sintió resquebrajarse la cáscara. Y un inmenso cariño inundó su corazón cuando vio emerger el pico del ave.
—Es un monstruo —dijeron las demás gallinas—, un fenómeno, qué feo, ave de mal agüero, signo del final de los tiempos, comentaban los patos y los pavos Sin embargo, Trinidad salía a caminar muy oronda a la orilla del río, seguida de su polluelo más hermoso del mundo, enseñándole a escarbar en la tierra para escoger las piedras más sabrosas, sin hacer caso de sus maledicentes compañeras.
Humberto se dio cuenta de que era diferente a los demás, una tarde soleada en que se acercó a tomar agua en la laguna y lo que vio lo asustó tanto que soltó un grito que espantó a todo el corral. La imagen que vio no se parecía a nada de lo que él conocía hasta ese momento. Era un monstruo aquél ser que lo miraba debajo del agua. Tenía unos enormes ojos amarillos debajo de grandes cejas blancas que le llegaban hasta los oídos y encima de la cabeza ostentaba una cresta negra. Las patas eran tan largas que le llegaban hasta el cielo. Ningún pollo era así. Y para colmo de males el intruso le había lanzado un grito que le había dejado el corazón en un hilo.
―Y éste qué tiene, molesta la paz de nuestro vecindario y todavía tiene el descaro de hacerse el asustado. Ya decía yo que la tal suavecita Trinidad no andaba en buenos pasos, debemos expulsar al engendro del gallinero —sentenció la gallina más vieja.
Trinidad consoló al pobre Humberto que seguía temblando y que por más que quería, su cuerpo enorme no lograba cobijarse entre las alas de la madre. Trinidad se enfrentó con valentía al Consejo de las gallinas y no permitió que expulsaran a su primogénito.
—Es un simple huerequeque —le decían, no pertenece a nuestra familia, le insistían. A lo que ella replicaba con una verdad absoluta:
—Madre no es la que engendra, si no la que cría. Pero el pobre Humberto, inconsolable, seguía enfermando de pena.
— ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? —le preguntaba a una madre dolorida. —Mi familia grande no me quiere aquí. Yo no pertenezco a este mundo, madre, —decía débilmente dispuesto a dejarse morir. Y ya estaba por caer la tarde cuando vio pasar en el rojizo cielo a una bandada de alegres huerequeques que al escuchar el quejido lastimero de Humberto, sobrevolaron el corral y se posaron entre las ramas del tamarindo, examinándolo desde lejos.
― ¿Qué hace este huerequeque aquí? —Dijo uno de ellos. No, no es un huerequeque; por fuera parece, pero no lo es. ¿No ves que se aferra a una simple gallina? Y se nota que solamente sabe caminar y lo máximo podrá correr nomás. Yo creo que nunca ha volado este esperpento. Vámonos, estamos perdiendo nuestro tiempo y el sol ya va a caer.
La viuda Trinidad fue a visitar al viejo conejo para pedirle consejo, llevando en su mente las palabras de su hijo: “Madre, mis hermanos no me reconocen como tal”.
—Curarlo es preciso, el tiempo es conciso, mal del alma no lo calma ni jarabe ni cataplasma. Hay un lugar en el Oriente, donde un sabio venerable ayudarle acaso puede, pero, ¡Oh, terrenal Trinidad! Solamente depende de Humberto el huerequeque el poder continuar su propio camino. Es un templo de sanación donde no te está permitido pisar. Confía en lo que te dicta tu corazón, noble mujer —dijo en un susurro el viejo conejo—, mientras empezaba a meter los dientes en otra zanahoria.
La viuda Trinidad haciendo de tripas corazón obedeció al viejo conejo. Dejó al agonizante Humberto a las puertas de un gran templo con enormes columnas de oro.
―“Llamad, y se os abrirá, pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis”. Resonaron las palabras de Mateo 7:7 en la cabeza de Trinidad, mientras golpeaba ruidosamente la gran puerta. Se dio la vuelta sin esperar a que le abrieran, así como le había indicado el viejo conejo, alejándose sin mirar atrás. Tanta era la confianza de la madre en los consejos del sabio conejo.
Humberto soñó que un anciano barbado lo cargaba y lo dejaba en un aposento oscuro que parecía el centro de la tierra, como si fuera la antesala de la muerte. Estaba seguro de que sería una muerte dulce. Soñó que en la oscuridad podía ver los pensamientos del anciano en forma de sentencias grabadas sobre las negras paredes con tinta luminosa:
—“Conócete a ti mismo”.
—“Para emplear bien tu vida, piensa en la muerte”
—“Si la curiosidad te ha conducido aquí: ¡Vete!.
—“Si el interés te guía, ¡Vete!.
Si temes que tus defecto sean descubiertos, la pasarás mal entre nosotros.
—“Si amas las distinciones sociales, ¡vete!, porque aquí no existen”.
Si disimulas, serás descubierto”.
Si tienes miedo, no vayas más lejos”.
Si perseveras, serás purificado por los elementos, saldrás del abismo de las tinieblas y verás la luz”.
Y en esos momentos dudó. Se sentía tan débil que tampoco podría regresar. Alcanzó a mirar un cráneo, un reloj de arena al cual ya se le extinguía el tiempo. Vio un plato con sal, otro con azufre y otro con mercurio, y además trigo, un vaso con agua y un pedazo de pan que estuvo tentado de tomarlos, pero se sentía tan débil que no pudo moverse. En su sueño creyó ver la imagen borrosa de un gallo. Sobre una mesa había un lápiz y la voz del anciano barbado le ordenó: —Haced vuestro testamento”. Entonces Humberto el huerequeque, comprendió que ya estaba muy cercana su muerte. Pensó en que no tenía propiedades, que de nada valdría hacer testamentos, pero grande fue su sorpresa cuando vio que el pergamino del testamento tenía tres simples preguntas: ¿Qué deberes tenéis para con Dios? ¿Qué deberes tenéis para con vuestros semejantes? ¿Qué deberes tenéis para contigo mismo? Y en un rapto de lucidez pre-mortem se dio cuenta de que la única respuesta para las tres preguntas era: el amor, y al tener esa respuesta, se percató, como si fuera una iluminación, que Dios, nuestros semejantes y nosotros mismos somos uno solo, constituimos la Unidad del Universo. Y con esa certidumbre dijo para sí que ahora ya podía morir en paz.
Calculó que había transcurrido tres días porque un gallo había cantado tres veces. Y entre sueños se vio transportado por caminos más oscuros, como si estuvieran descendiendo a las profundidades de la tierra, siempre guiado por el anciano barbado que al final nuevamente lo dejó frente a las puertas del Gran Templo de las columnas de oro y volvió a escuchar claramente las palabras que el sabio conejo le dijera a su madre: “Llamad, y se os abrirá, pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis”. Y de inmediato comprendió que debería llamar a la puerta, la cual se abrió al tercer toque. Se dijo: “Ya estoy muerto porque estoy escuchando un coro de ángeles cantando la canción de Paz, Armonía y Libertad: Mirad cuán bello y delicioso es habitar los hermanos, todos juntos en paz, armonía y libertad” —que en algún recóndito lugar de su corazón guardaba de algún fragmento de su niñez.
Una voz resonó más en su cabeza: “Aunque no te hayas dado cuentaya has iniciado los viajes que como buen caballero tendréis que seguir practicandoLo de la bóveda oscura representa el contacto íntimo con la tierracon el polvo que fuimosque somos y que volveremos a serconstituye la muerte de una parte de todos nosotrosMorir simbólicamente en carne para resucitar en espíritu, como el trigo que se convertirá en pan. Ahora hermano míoen el proceso de sanación del cuerpo y del almavamos a iniciar los siguientes tres viajes por el Universo de la vida: por el aire, por el agua y por el fuego”. Y en marcha tambaleante, Humberto se dirigió a recorrer el universo para iniciar el primer recorrido, el del aire. Y su carne terrenal, cual pequeño velero en aguas embravecidas estaría a merced de las tormentas de la vida, Aprendería a curvarse como una espiga de trigo ante los fuertes ventarrones y dejaría de ser rígido en sus conceptos, porque una espiga de trigo rígida no sobrevive a las tormentas, tendría que aprender a adaptarse ante las vicisitudes de la vida. Al terminar su primer viaje suspiró hondo y creyó aspirar el aliento del gran creador.
Luego, durante el segundo viaje, imaginó nadar por antiguos y enormes mares, el mar del silencio, el mar de la tranquilidad y el mar muerto. Intuyó a un silencioso Caronte trasladarlo por el río Aqueronte sin preocuparse de no tener las dos monedas para pagarle la travesía. Al final del viaje se sintió limpio y puro, como si hubiera sido bautizado por vez primera. El agua, como elemento fecundante, representaba su segundo nacimiento, después de haber dejado de lado los temores a la muerte terrenal, reafirmando la inmortalidad del espíritu.
Y en el tercer y último viaje tuvo que traspasar senderos de fuego que purificaban su materia temporal que es el cuerpo. Por todos lados flameaban las llamas que lo mordían sin quemarlo. Se convertía en el crisol viviente donde se fundirían todas las virtudes de los seres de buenas costumbres, convirtiéndose en un faro que alumbrará el camino hacia la verdad.
Alguien le quitó la pesada venda que cubría sus ojos y la luz que recibió fue tan intensa que volvió a cerrarlos mientras seguía escuchando el coro de ángeles celestiales. Al abrirlos nuevamente, no pudo creer lo que estaba viendo: el universo entero con el astro rey en sintonía con la luna y las siete pléyades alumbrando el oriente, la vía láctea parecía leche derramada sobre la bóveda celeste y las eras zodiacales estaban a la espera de su turno para imponer su reinado ante el paso del tiempo. El piso ajedrezado representaba la unidad del universo entero. Y al centro de todo estaba una enorme piedra de sacrificios en forma triangular, flanqueada por tres luces de fuego eterno. Y en el centro de la piedra estaban los instrumentos de construcción del Gran Templo del Universo.
Además de las dos columnas doradas principales de la entrada, Humberto el huerequeque, pudo contar hasta donde sus ojos alcanzaban a ver, doce columnas internas que correspondían a cada era del zodiaco
A medida que sus ojos se adaptaban a la nueva luz, pudo distinguir que los ángeles cantores eran huerequeques todos, pero que a diferencia de los anteriores que conoció, estos ángeles tenían cada uno un color diferente de brillantes plumas, y eran únicos en su belleza y en su fuerza. Todos ellos desbordaban sonrisas y sana alegría.
―Yo no soy ángel —le dijo uno de los huerequeques—, soy un simple huerequeque mortal. Puedes considerarnos tus hermanos, que aunque no nos conozcamos, siempre te reconoceremos, como hermano.
A Humberto le gustaba mirar a cada uno de sus nuevos hermanos huerequeques, todos con diferente color de plumas brillantes.
Y ante todos ellos, frente a la gran piedra triangular de sacrificios realizó el juramento de vivir plenamente la nueva vida a la que estaba renaciendo. Decidió allí mismo tener fe en sus ideales, por más lejanos e inaccesibles que parecieran, una inmensa esperanza para conseguirlos, y sobre todo amor, mucho amor a todos sus congéneres, incluyendo a cada especie que habita sobre la tierra, teniendo presente que ya sea una piedra, una hoja, un insecto, o un simple pedazo de madera, solamente son formas temporales de existencia y que desconocemos en qué momento esas criaturas podrán desarrollar todas sus potencialidades. Nunca sabremos a quien perteneció la materia que en este momento mueve a un grillo, como tampoco sabremos a quien pertenecerá su materia cuando deje de existir en nuestra dimensión y cambie de estado, quizás en otra dimensión. Por ese simple hecho debemos tener un profundo respeto y consideración hasta a lo que consideramos la más pequeña cosa del Universo. Igualmente comprendió que los primeros hermanos huerequeques seguían siendo sus hermanos así lo hubieran menospreciado. Ellos no sabían que estaban vibrando en otra dimensión. Y que al haber realizado todo el recorrido por el universo le clarificó la mente para poder comprender y aceptar a todos su hermanos así como son o como están, con todos sus defectos y virtudes, porque el amor es incondicional. Se quiere a alguien simplemente porque es ese alguien, no por lo que hace o deja de hacer. Y recordó el amor de su madre, que lo quería así como era, sin querer cambiarlo.
Después de tres meses, que le pareció una eternidad, regresó donde su madre, quien se alegró de verlo. Lo miraba y no se cansaba de mirarlo: parecía que tuviera un halo especial, un aura celestial de bondad que lo rodeaba a donde quiera que vaya. Las demás gallinas, patos y pavos, asombrados, no podían creer que el hijo de la viuda, aquél endeble ser que hacía poco tiempo estuviera al borde de la muerte, pudiera estar nuevamente entre ellos, conversando de igual a igual, dando su mejor parecer para el beneficio de todos. Trinidad, contenta, dijo:
―Ahora ya tienes todo lo que necesitas.
A lo que Humberto el huerequeque, le respondió:
—No, madre, mi camino recién se ha iniciado, apenas soy un aprendiz con muchas ganas de aprender y estoy convencido de que nunca dejaré de ser aprendiz porque me gusta aprender. Mi tarea siguiente es aprender a volar.
Y sin necesidad de practicar, confió en sus instintos y en su eterna sabiduría interior, aquella que no se pierde con los años, y suavemente se deslizó hacia la altura de los cielos.
En el gallinero, la viuda Trinidad suspiraba creyendo que aquél hijo postizo, algún día cercano se marcharía para siempre, pero en el fondo de su corazón estaba convencida de que su amor y que todos los momentos compartidos nunca serían olvidados y que ése era el destino de todas las criaturas: partir hacia otros mundos mejores cada día.
En el resto del Universo empezó a llover una multitud de estrellas fugaces.

© David Arce
Foto: Jimmy Alcántara