Cuando éramos niños y jugábamos fútbol en las canchas de tierra de nuestro pequeño pueblo nunca imaginamos que aquellos forasteros que venían con aparatos y que trazaban medidas nos cambiarían nuestras vidas por completo. Muy pronto construyeron una caseta de operaciones. Luego empezaron a llegar los primeros tractores y camiones enormes.
Los recelos de los ancianos fueron disipados cuando nos construyeron una escuela de material noble y repartieron útiles escolares a cada uno de los alumnos. Casi al finalizar el año, llamaron a cada propietario para ofrecerle una gran suma de dinero por sus casas. Y lo que era nuestro pueblo se fue achicando poco a poco. Mi abuelo, analfabeto, decía con los dientes apretados, algo están tramando estos jijunas. Hasta que le trajeron un documento para que colocara su huella digital. Él les dijo que quería examinarlo detenidamente y que esperaran hasta el día siguiente.
Y esa noche, a la luz de los candiles, me pidió que leyera como veinte veces lo que decía aquel contrato. Nos daba muchos beneficios a cambio de venderles nuestra casa con la chacra incluida. Algo traman estos negociantes, dijo mi abuelo, y se fue a dormir.
Al día siguiente nos enteramos de que debajo de todo el pueblo existía un yacimiento de oro, el más grande del Perú. El abuelo nos reunió y nos dijo que económicamente nos convenía vender nuestra tierra, porque con el dinero podríamos comprar como veinte casas, construidas de concreto y no de barro como la que teníamos. Y mi abuela le dijo, pero si en este pueblo están enterrados nuestros hijos, nuestros padres, nuestra familia, todos nuestros ancestros. Las chacras serán destruidas y los limoneros en flor se extinguirán. Entonces el abuelo, que ya esperaba esta respuesta, reunió a todos los del pueblo, les explicó lo mejor que pudo y decidieron no vender nada.
Todos los campesinos de Tambogrande estuvimos de fiesta varios días y nos dispusimos a luchar por la tierra que nos vio nacer, que nos daba la vida y que después de muertos nos cobijaría. Muchos hablaron y se comprometieron a defender aun a costa de su vida la tierra sagrada. Pero en los próximos días sucederían varios eventos que asustarían a mucha gente.
El primero en amanecer muerto fue mi abuelo: lo encontraron ahogado en el pozo; al parecer perdió el equilibrio cuando iba a recoger agua para los animales. A don Prudencio, el secretario de actas, también lo encontraron muerto debajo de una pared carcomida por el tiempo, y a don Severo, el tercer miembro de la junta directiva, lo encontraron degollado. La policía encarceló a un campesino de Frías acusándolo de abigeo y de matar a don Severo. Aunque nadie lo decía, todos en el pueblo sabían que detrás de todas estas maniobras estaban los propietarios de la minera.
Poco a poco, la gente empezó a vender sus tierras a precios muy bajos, mucho menos de lo que ofrecieron inicialmente. Otros simplemente huyeron dejando desperdigados sus enseres como si el mismo diablo hubiera aparecido por el pueblo. Solamente mi abuela se negó a vender o a dejar la tierra. Vio, entristecida, cómo se morían las plantas que con tanto cariño había cultivado con el abuelo. Decían que era la sequía. Nosotros sabíamos que arriba, en la quebrada, habían derivado las aguas hacia otras tierras.
Y así nos quedamos solos durante algún tiempo porque la empresa no podía hacer nada si por lo menos quedaba algún habitante. Ni los ruegos del Presidente de la República pudieron con la terquedad de mi abuela. Hasta que se murió de muerte natural y a mí me acusaron de no cuidarla y de haber propiciado su muerte. Hicieron un juicio público y me condenaron a cadena perpetua por homicidio doloso. Luego, no supe más.
No sé si primero fue mi abuela o mi abuelo, pero lo cierto es que todos los muertos de Tambogrande se acercaron y juntos me dijeron que por las puras estaba escribiendo esto, que a nadie de los que creen que están vivos les va a interesar estas cosas que ocurrieron hace mucho tiempo en un pequeño pueblo soterrado en los confines del mundo.
©David Arce
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