Recuerdo que al salir tuve dificultades en introducir la llave y que luego le di dos vueltas a la cerradura y comprobé que dejaba la puerta completamente cerrada. Sin embargo dos cuadras después me entró la duda. Yo estaba plenamente seguro de que la puerta estaba con dos golpes de chapa. Pero algo en mi interior me decía que debía verificar. Otra vez volvería a llegar tarde al trabajo. Inventaría una nueva excusa.
Regresé tratando de no pisar las líneas del piso. Ciento cuarenta y ocho pasos exactos me demoré en regresar. Saqué la llave y algo extraño sucedió. La llave que tenía entre mis manos era una llave muy antigua y no entraba en la pequeña cerradura. Entonces agudicé mi oído y escuché algunos ruidos detrás de la puerta y era algo más extraño porque no debía haber nadie dentro de la casa.
Revisé nuevamente mis bolsillos, pero no tenía otra llave. Entonces fue que la vieja puerta se abrió con ruido de portón viejo. La sonrisa fresca de una niña apareció diciéndome: “Abuelito, por fin has regresado”. Inicialmente pensé que me había equivocado de casa, miré la dirección: Calle Los Lémures Nº 888. Era mi casa, y yo a mis 28 años no tenía nietas. Sin embargo la niña insistía en llamarme abuelo.
Me tomó de la mano y casi ni reconocí mi propia casa desordenada, hasta que llegamos a la habitación de nuestros ancestros que parecían sonreírnos.
La niña, con lazos azules en el cabello, vestido celeste y babuchas celestes, no cesaba de sonreír. Observándola bien, estaba vestida a la usanza del siglo pasado. “Solamente falta que llegue el Guardián de los Retratos y por fin estaremos completos”, me dijo. Me señaló el Cuadro mayor que dominaba la sala de los retratos y, el retratado, todo desteñido parecía sonreírme.
Sentí un mareo, un leve desvanecimiento, como un suave remolino y me vi trasportado hacia el viejo retrato. Luego de un momento me di cuenta de que yo estaba mirando la Sala de los Retratos desde el cuadro del cual nunca había salido.
© David Arce
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