martes, 12 de julio de 2011

El guardián de los retratos / por David Arce

Después de mucho buscar trabajo en los periódicos de los domingos, y antes de dejar regados todos los papeles por el piso, me fijé en un aviso minúsculo, casi escondido, en un rincón de la enorme página. Recuerdo con claridad lo que decía: «Necesitamos guardianes de noche, excelente remuneración, grato ambiente de trabajo».

En aquel entonces mis solicitudes de empleo ya eran innumerables, largas colas en diferentes tipos de trabajo, y siempre la misma respuesta: deje su currículum y lo estaremos llamando.

Por eso aquella mañana soleada de otoño me dirigí sin ninguna esperanza, caminando casi como un autómata, hacia la dirección indicada. Había lustrado mis únicos zapatos y les había cambiado la plantilla de cartón para que no entrara el polvo de las calles.

Inicialmente pensé que me había equivocado de dirección: ninguna cola de personas con su clásico sobre manila en la mano, nadie en la salita de espera. Era un edificio antiguo, al costado de la Iglesia San Sebastián del jirón Ica. Las paredes desportilladas, la puerta desvencijada. Al fondo un viejo me miró y me dijo, pasa, te estaba esperando, tú debes ser el del aviso. La persona con la que debes llegar a un acuerdo recién viene a las siete de la noche, si deseas regresas o la esperas. Miré el sol y calculé que no eran ni las diez de la mañana. Como no me alcanzaba para el pasaje de regreso, me dirigí a la iglesia a descansar en las bancas. La misa había terminado y muchos viejos estaban sentados esperando por esperar. Me di cuenta de que casi todos estaban medio ciegos. Pensé que era una convención de ciegos, pero ni hablaban ni rezaban. Después del mediodía una monja gorda con nariz de ají rocoto reventado pasó con una enorme canasta de pan, que luego repartió entre los presentes. Me miró de mala gana y, después de pensarlo, regresó y me entregó otro pan. Luego vendría con un vaso de emoliente.

Al caer la tarde, una bandada de pájaros se paró sobre el ciprés enfrente de la iglesia. La casa del costado seguía con la puerta abierta.

A las siete en punto, un hombre enjuto y mal vestido, de pocas palabras, me entregó un sobre con mi pago adelantado y unas llaves. Usted se encargará de la vigilancia por las noches. Si desea se puede quedar a vivir en el cuarto del fondo.

Esa noche no pude dormir. Desde la iglesia llegaban voces de ánimas en pena, en mi pequeño cuarto estuvieron tocando la puerta toda la noche y sobre el techo de calamina parecía que no dejaba de caer piedras.

Al día siguiente mi cuerpo temblaba de miedo. Una mujer me miró sorprendida y me dijo vaya, duraste una noche, ¿no sabes que este sitio ha sido un cementerio hace mucho tiempo?

No le hice caso y me puse a regar las plantas. Barrí el local y acomodé algunos cuadros que estaban caídos. Varias fotos viejas del siglo pasado, raídas por el tiempo, yacían en el callejón. Todas tenían un nombre con la caligrafía Palmer que me enseñaron en el colegio. Y poco a poco el pánico se fue apoderando de mí al ver que la primera foto era del primer viejo que vi. Y las demás, con nombre y todo, correspondían con fechas diferentes a los ciegos que vi en la iglesia. Hasta había un retrato de una mujer con una nariz enorme y la inscripción de «Hna. Lucía». Al final, al voltear el último, mi sangre se congeló: era mi propia imagen, pero de ochenta años antes.

Entonces me rodearon todos y me miraron con alegría: sabíamos que regresarías. Los muertos nunca nos perdemos.

© David Arce

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