Cerré la puerta lentamente, sin hacer ruido. Acababa de convertirme en asesina. Afuera, silencio absoluto. Momentos antes parecía que el estropicio despertaría a todo el mundo. Solo después, mirando los restos de sangre salpicada por doquier, me di cuenta de que tuve suerte al no haber sido descubierta. Limpié y dejé todo como si nunca hubiera sucedido nada. Más tarde, después del almuerzo, la feliz cumpleañera quiso llevarle maíz a Moquillo, el pavo engreído. Sus ojitos aguados se desesperaron buscándolo por todo el corral.
Cuando descubrió la cabeza cercenada, no gritó. Solamente me miró y me mató para siempre con su mirada.
©David Arce
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