Entonces reconocí la mirada de la fotografía, el frío glacial del condenado a muerte. El instante eterno detenido en un segundo.
Recordé aquella mañana fría y a aquel hombre sin rostro que me rogó que le ayudara a colgar el retrato.
Como no estaba apurado entré en aquella casa donde desde la pared nos observaban numerosos rostros sin nombre.
Apenas colgué el cuadro sentí una fuerza extraña que me succionaba el rostro.
Y sin saber leer ni escribir, quedé atrapado en aquel retrato. Solamente recuerdo al ladrón llevándose mi rostro.
Yo no tengo prisa.
Con paciencia sigo esperando que alguien mire mi fotografía o por lo menos que lea estas líneas.
©David Arce
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