— ¡No me gusta que me engañes! —reclamó Papucho—. No hay ningún pececito de colores.
—Nunca te he engañado, Papucho, te juro que en este río había muchos peces de todos los colores —dijo el hermanito mayor—. Ya te dije que había amarillos como el sol, azules como el cielo, verdes como las plantas, rojos como los labios de mamá…
—Y como su salivita de Mamita —interrumpió Papucho.
—Ahora está todo contaminado; mejor vamos a chupar las hojas gordas de esas plantas junto al cerrito rojo.
—Rojo como la salivita de Mamita —volvió a decir Papucho.
—Mira, Papucho, en esta tabla y con estas tierritas de colores vamos a dibujar la cara de Mamita.
—Yo quiero pintar primero sus labios rojos, como su salivita —dijo alegrándose Papucho.
—Y yo sus párpados moraditos que tanto me gustaban —señaló el hermanito mayor mezclando las tierras.
—Estaba pálida la última vez que la vimos. ¿Le pintamos la cara de blanco? —preguntó Papucho, sabio en colores, insuflando el pecho.
—Mira, así tenía su cuello largo, largo, y le gustaba su vestido azul, rojo y negro.
— ¿Y qué hacemos con esta tierra amarilla? —preguntó Papucho.
— ¡Se la pintamos alrededor de toda su cara, para que resplandezca como el sol! —agregó el hermanito mayor.
— ¿La cargamos hasta el mar? —preguntó Papucho, tratando de levantar la tabla.
—No, Papucho; esta tabla la dejamos acá. Ya nos falta poco. Nunca te olvides de que Mamita está aquí adentrito de nuestros corazones y ya te he dicho muchas veces que cuando quieras volver a verla, basta con cerrar los ojos y la verás resplandecer dándote un beso en la frente.
© David Arce
Retrato de Elvira Miró Quesada, 1954 por Sérvulo Gutierrez
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