El aroma de la algarroba
Don Froilán, se sentó, como todas
las tardes, junto a las chabelas de la parte de atrás del Asilo de ancianos de
Chulucanas, para observar la caída anaranjada del sol, detrás de los
algarrobales. Ya no recordaba a sus siete hijos que tampoco se acordaban de él.
Escuchó el chirriar de las bisagras de los portones y de pronto ensanchó las
olletas de su nariz y percibió el olor de 70 años atrás, cuando apenas tenía 14
años.
Ahora le dolían las
articulaciones, tenía la barriga grande de tanto tomar chicha, y le dificultaba
colocarse las baquetas, esas ojotas hechas con restos de llantas, dejando la
talonera sin colocar, pisándola, para que no le dejaran marcas a sus talones
hinchados.
La Ramona traía sus escasas ropas
en una talega, miró alrededor y casi se pone a llorar porque no quería estar
sola en el asilo de ancianos. Seguía oliendo a algarroba, porque toda su vida
la había dedicado al negocio de la algarrobina. Sus hijos se habían hecho
profesionales y empresarios y habían emprendido vuelo. Ella seguía vendiendo su
algarrobina en botellas de plástico en los terminales de autobuses, muchas
veces sin éxito.
Don Froilán siguió su instinto,
reconoció el aroma de la algarroba en aquella mujer que le había enseñado el
placer de esconderse debajo de las algarrobas negras para realizar las
maniobras más increíbles que conociera. La saludó. Ella hizo como si no lo
reconociera. Y en la tarde siguiente ya estaban juntos tomados de la mano
mirando las puestas del sol, añorando antiguos olores.
El tiempo ya no les alcanzaba
para más.
Un relato breve pero con una potente simbología y con mucho sentimiento
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