lunes, 8 de enero de 2018

El aroma de la algarroba

El aroma de la algarroba


Don Froilán, se sentó, como todas las tardes, junto a las chabelas de la parte de atrás del Asilo de ancianos de Chulucanas, para observar la caída anaranjada del sol, detrás de los algarrobales. Ya no recordaba a sus siete hijos que tampoco se acordaban de él. Escuchó el chirriar de las bisagras de los portones y de pronto ensanchó las olletas de su nariz y percibió el olor de 70 años atrás, cuando apenas tenía 14 años.
Ahora le dolían las articulaciones, tenía la barriga grande de tanto tomar chicha, y le dificultaba colocarse las baquetas, esas ojotas hechas con restos de llantas, dejando la talonera sin colocar, pisándola, para que no le dejaran marcas a sus talones hinchados.
La Ramona traía sus escasas ropas en una talega, miró alrededor y casi se pone a llorar porque no quería estar sola en el asilo de ancianos. Seguía oliendo a algarroba, porque toda su vida la había dedicado al negocio de la algarrobina. Sus hijos se habían hecho profesionales y empresarios y habían emprendido vuelo. Ella seguía vendiendo su algarrobina en botellas de plástico en los terminales de autobuses, muchas veces sin éxito.
Don Froilán siguió su instinto, reconoció el aroma de la algarroba en aquella mujer que le había enseñado el placer de esconderse debajo de las algarrobas negras para realizar las maniobras más increíbles que conociera. La saludó. Ella hizo como si no lo reconociera. Y en la tarde siguiente ya estaban juntos tomados de la mano mirando las puestas del sol, añorando antiguos olores.

El tiempo ya no les alcanzaba para más.

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