lunes, 7 de noviembre de 2011

El retorno de los Domingos / por David Arce


Aunque en realidad nadie vio a los seis hermanos Domingo, —aquella tarde de sol ardiente, aire detenido y silencio espeso—, caminar lento, vestidos como limeños, como si fueran extranjeros, por la antigua calle Huánuco que conducía hasta el Estadio Miguel García Esteves, yendo al cementerio de la Divina Misericordia de Chulucanas y aunque las puertas de las casas se mantuvieran abiertas, los dueños durmiendo en las hamacas y los perros viringos bostezando a la sombra de los algarrobos, Matilde Coco se dio maña para divulgar a medio mundo que los seis hermanos Domingo Seminario habían regresado a Chulucanas la víspera del día de Todos los Santos. Fíjate comadrita, parece como si nunca hubieran nacido aquí, ya no hablan cantando, parece que fueran de Lima, y tres de ellos hasta hablan como si fueran gringos, más bien el menor habla como el chino negro. ¡Ay! Y ahora qué irán a decir cuando se enteren de que la María Candela, su cuñada, es puta, y encima, la casa que con sus propias manos construyó su difunto hermano, Domingo Seminario, que Diosito lo tenga en su santa gloria —persignándose—, ahora salgan enterándose de que es un prostíbulo famoso.

El mismo día antes de dirigirse al cementerio, los seis hermanos llegaron por la madrugada a la Casa de los Cachorros, abrazaron tiernamente a María Candela, y con una sola mirada alrededor se dieron cuenta del nuevo negocio de la casa-huerta de su difunto hermano. Ninguno de ellos le reclamó nada. Y ella toda avergonzada les decía a las moradoras que despidieran a los clientes y que dispusieran seis de las habitaciones para los señores y siéntanse cómodos, están en su casa, pueden bañarse allá en ese cuartito de tablas, jalan una pita y cae un chorro de agua desde un cilindro que está arriba de esos horcones. El menor de los Domingos, el que hablaba como el chino negro, le dijo, no tengas vergüenza María Candela, todos nosotros conocemos por todo lo que has pasado y a lo que te estás dedicando y eso no quita que sigas siendo nuestra cuñada y que te sigamos queriendo. Los demás hermanos asentían a todo lo que decía el menor. Hemos viajado desde muy lejos y nos da mucho gusto regresar después de ocho años al pueblo que nos vio nacer. Si supieras las proezas que tengo que hacer para agenciarme los ingredientes para preparar un rico cebiche en Madrid, allá al culantro le dicen cilantro, no tienen cebollas criollas, solamente unas blancas enormes, no tienen nuestra variedad de ajíes, apenas tienen unos que pican un poquito que les dicen guindillas y encima los venden secos, a las papas, patatas, y ninguna de las cosas tiene el sabor de nuestra tierra. ¡Ah! Me olvidaba, nosotros no vivimos juntos, Domingo, mejor dicho mi segundo hermano, vive al otro lado del mundo, en una ciudad llamada Sidney, el tercero vive en Nueva York, el cuarto vive en Moscú, el quinto vive en Pretoria, al sur de África y si no te has dado cuenta nuestro hermanito menor vive en Kobe, una ciudad de Japón. Todos estamos solteros, todavía. Y aunque vivimos lejos, nos escribimos y nos hemos puesto de acuerdo para visitar las tumbas de nuestra madre Doralisa Seminario y de nuestro hermano Domingo y para realizar planes para hacerles un mausoleo, aunque sabemos que con los trámites burocráticos eso de desenterrarlos y volverlos a enterrar demorará demasiado. María Candela no les dijo nada y apuntó sus direcciones para escribirles alguna carta.

Dicen que locos de furia han derrumbado toda la Casa de los Cachorros, que no han dejado piedra sobre piedra, mejor dicho adobe sobre adobe, que han sacado calatas a todas las moradoras y que entre todos los hermanos les han propinado tremenda paliza a los clientes que se quedaron durmiendo la borrachera. Y a la pobre María Candela la han llevado al río y la han montado sobre un burro en dirección a Piura. Dicen que a todos los hermanos les salían chispas por los ojos, y que han prendido fuego a toda la casa. Menos mal que no ha muerto ningún cristiano y los policías dicen que no quieren ni meterse porque tienen miedo de que les incendien su comisaría. Cómo será comadrita, la gente dice tantas cosas que por algo las dice, lo que es yo, no agrego ni quito nada. Dicen que todos los hermanos están viviendo en Lima.

Los seis Domingos se persignaron a la entrada del cementerio de la Divina Misericordia y entre tantos Cuarteles llenos de nichos que parecían colmenas de cemento y que habían brotado como mala hierba no supieron cómo encontrar la tumba de su madre ni la de su hermano, que en realidad estaban juntas. El menor dijo allá donde está la fosa común, dieciocho pasos a la derecha, allí están las tumbas. Realizaron el recorrido indicado sin resultados, hasta que a aquel venido de Pretoria se le ocurrió preguntarle al cuidador del cementerio.

El viejecito, caminando lento, los llevó nuevamente cerca a la entrada del cementerio junto a la tumba de la Turquita y les señaló un hermoso mausoleo, donde estaba esculpida, en una sola pieza de mármol de Carrara, una réplica casi exacta de La Piedad, de Miguel Ángel, con la diferencia de que la cara de la virgen era idéntica a la de Doralisa Seminario y el Cristo representado era la imagen eterna de su hermano mayor. Y en una cinta que cruzaba el pecho de la Virgen, podía leerse: «Eugenio Primero, hijo del sol, lo hizo». Los seis hermanos prorrumpieron en llanto incontenible. El anciano al escuchar la forma de hablar de los extraños y ver la ropa fina que ostentaban, pensando en ganarse una propina, les dijo: Doña María Candela mandó construir este mausoleo, es el más bonito de Chulucanas, y yo me encargo de mantenerlo limpio y de cambiarle las flores todos los días.

Ahora resulta que era mentira que habían quemado la Casa de los Cachorros. Dicen que María Candela regresó y convenció a los pobres muchachos aprovechando a las pespitas de las moradoras que tiene como empleadas. Creo que los embrujó, seguro que les dio de beber chicha con muñeco. Dicen que los alojó en la misma casa que construyó el difunto y que cada día les enviaba una moradora diferente para que durmiera con ellos. Contrataron durante cuatro días a Osquitar el guitarrista jorobado, hicieron bajar las banderas blancas a todos los chicheríos de Chulucanas y ni siquiera quedó el rico clarito. Al final, solteros que llegaron, cada uno se llevó a una moradora para casarse con ella, completamente enamorados. El día primero de noviembre, Día de Todos los Santos, no dejaron ningún angelito en la panadería de Digna Albán ni en la de Manongo Esteves, y pareciera que también anduvieron por Huancabamba o por Ayabaca, porque desde allá trajeron bocadillos, tapas de membrillo, alfeñiques, gofios, bombas, turrones y toda clase de pasteles pequeñitos para regalarles a los niños.

El día de Todos los Santos los seis Domingos recorrieron las polvorientas calles de Chulucanas mirando las mesas delante de las casas, cubiertas con mantel blanco y con todos los pastelitos del mundo en miniatura, dispuestos para que los niños los tomaran gratis. Recordaron su niñez, cuando caminaban buscando las casas donde había muerto un parvulito, iban premunidos de sus bolsas para competir quién juntaba más angelitos, como les llamaban a aquellos dulces en miniatura. Luego iban a la salida para Yapatera y cerca a la calle que llevaba al cementerio miraban bajar de las carretas a aquellas madres de luto provenientes del campo para llenar el cementerio durante las velaciones de Todos los Santos, y que buscaban entre todos los niños que, sentados sin hacer ruido, con la cara más triste, peinados con goma de zapote, lustrada la camisa y con los pies limpios, esperaban que aquellas madres huérfanas los escogieran y colmaran de regalos. Las madres sustitutas por un día acariciaban la cabeza de aquel niño que se parecía en edad y en carita al parvulito muerto, tendían un mantel blanco y extendían los angelitos compartiendo miel de palo y los dulces mientras como una letanía les iban hablando y reclamando, como si estuvieran vivos aquellos hijos que perdieron. Estas escenas se repetían en casi todo el cementerio. Domingo Seminario se burló de su hermanito menor cuando fue escogido por una señora muy vieja llegada de Yamango y que parecía que hablaba quechua. Al final el hermano menor regresó a su casa con cuatro alforjas de angelitos.

Esa misma noche, los seis hermanos se confundieron entre todos los concurrentes al cementerio, olieron los aromas de las comidas que las vivanderas agitaban al paso de los transeúntes, compraron velas, coronas, y se pasaron toda la noche velando delante del mausoleo de su madre y de su hermano.

Al día siguiente, dos de noviembre, Día de los Muertos, María Candela los esperó con un suculento desayuno y pan de roscas de muerto engarzadas en cañas de azúcar. Y finalmente, al cuarto día se despidieron de María Candela, cada uno con su nuevo amor, con la esperanza de regresar juntos para las siguientes velaciones.


©David Arce




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