sábado, 20 de julio de 2013

Madre de Dios / por David Arce




A la luz mortecina del candil, el abuelo extendía las manos y con voz clara y pausada nos contaba a todos sus nietos historias increíbles de un pasado que él creía reciente. Decía que cuando se juntó con nuestra querida abuela, que en paz descanse, todas estas arenas resecas por el sol, eran tierras fértiles donde crecían enormes árboles donde se mecían y descansaban todo tipo de animales. Que era tan densa la selva que nunca se podía ver este sol ardiente cuando se caminaba dentro del bosque.
Mis hermanitos abrían sus ojos enormes cuando hablaba de seres mitológicos como osos perezosos que se columpiaban de las ramas de los árboles, de enormes hormigas que eran cazadas por los niños para luego tostarlas y comerlas, de pequeños pájaros multicolores cantando cada uno por su cuenta y que juntos entonaban hermosas melodías.
Ríos serpenteantes preñados de peces grandes y pequeños, de la yacumama la serpiente con orejas, madre del agua, que cuidaba la laguna, y de antiguos delfines rosados.
Así era nuestra Selva de Madre de Dios, antes de que vinieran las mineras hijitos, —dijo y se le quebró la voz, carraspeó un poco y se secó las lágrimas con el dorso de las manos.
De todas estas cosas maravillosas nos contaba.
Y nosotros niños, emocionados por sus palabras, nos íbamos a dormir creyendo en sus historias imaginarias, aunque algunas noches sofocantes, por algún lado, lejos, muy lejos, taladraba la noche el grito de algún pájaro salvaje.
El abuelo suspiraba y decía: debe ser una lechuza viuda y solitaria como yo, que recuerda con nostalgia algún pasado esplendoroso.

Aquellas noches nos íbamos a dormir con miedo.
David Arce
Foto: Felipe Pineda
Mención Especial en Castellano Concurso Manuel Nevado Madrid

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