martes, 12 de julio de 2011

El Tren Macho / por David Arce

Yo era una niña muy traviesa. A mis ocho años me gustaba trepar el cerro y mirar a los hombres que estaban construyendo el camino del tren. Se les veía contento. Silbaban, cantaban. Mis tres hermanos me acompañaban solamente los sábados, cuando no iban al colegio. Mi papá dijo que como yo era mujer no servía para el estudio. Recuerdo que mi mamá se pasó una noche entera hablando bajito con mi papá. No sé qué conversaron, pero al día siguiente me dijeron que yo estudiaría hasta tercero de primaria, que aprendería solamente a leer y que luego me dedicaría a las labores de la casa y del campo.

En mi pueblo de Huancavelica, todas las mujeres aprendimos a hilar. Para cualquier lado

que íbamos llevábamos el huso y tejíamos y tejíamos. Yo tejía mis sueños de niña. Algún día me iría a Lima y, cuando regresara, vendría manejando el Tren Macho, llenito de juguetes para todas las niñas y todos los niños de Huancavelica. Además, con muchos libros de todas partes del mundo.

Pero parecía que este sueño nunca se realizaría. Un día los hombres que construían el camino del tren dejaron de hacerlo. Y no volvieron a aparecer hasta diez años después. Para ese entonces, mis hermanos me enseñaron a escondidas varios libros y yo seguía soñando. A mi padre lo mordió un animal venenoso en la pierna, se le puso morada y luego negra, como la papa tabardillo. Murió después de cuatro días de fiebre, delirando y llamando a sus padres y abuelos, como si conversara con ellos. Todos lloramos varios días, aún hasta ahora, cuando nos acordamos escuchando los huaynos que más le gustaban.

Mi madre empezó a trabajar en el mercado, vendiendo comida y, como yo era la única mujer de todos los hermanos, le ayudaba a cocinar de madrugada. Los domingos eran días de feria y vendíamos más.

Un domingo la gente empezó a hablar en la plaza de armas que volverían a construir el camino para el Tren Macho que vendría desde Huancayo. Y la gente iba y venía. Por ese tiempo se casó el tercero de mis hermanos y nos quedamos solas mi mamá y yo.

Y entonces nos dedicamos a vender comida muy cerca de los rieles del tren.

Íbamos desde temprano y colocábamos las ollas sobre una cocina de adobes. Lo que más pedía la gente era el caldo de cabeza de carnero, las papas sancochadas y los huevos duros. A las ocho de la mañana ya habíamos vendido todo y luego pasábamos por el mercado para comprar las cosas para el día siguiente.

A mí me gustaba mirar cómo trabajaban los hombres, cómo levantaban las combas, aplastaban los fierros y ordenaban los durmientes. A pesar del frío, algunos se quitaban la camisa y se veía cómo corría el sudor por sus espaldas. A mi madre no le gustaba que hablara con los obreros. Mañosos son, me decía.

Uno de los obreros, alto, de manos grandes, dientes blancos y que comía doble, se las

arreglaba para dejarme como al descuido algún libro que yo leía a escondidas de mi madre. Recuerdo que el primer libro que me dejó fue María, de Jorge Isaacs. Como al cuarto libro me dijo, me llamo Efraín, como el del libro de María. Empezábamos a vernos a escondidas y me gustaba cuando me decía cosas bonitas al oído y acariciaba mi cabello y me decía eres linda cholita.

Nunca supe cómo se enteró mi madre. Lo cierto es que montó en cólera y ese mismo día decidió enviarme a Lima donde una de sus comadres que trabajaba en La Parada vendiendo papas. Me puse muy triste y solita en mi cuarto escuchaba en mi cabeza los huaynitos de mi tierra. En ese entonces no sabía si lloraba más por Efraín o por mi madre.

Mi madrina Domitila al comienzo me trataba bien, pero después creo que se puso celosa porque mi padrino mucho me miraba y me regalaba cosas. No sé cómo aguanté ocho meses de puro calvario; mi madrina me despertaba a las dos de la mañana y me decía que lavara todos los pañales de sus hijos. Cuando le decía que ya había acabado se molestaba y decía que los volviera a lavar porque estaban sucios y que ni para eso yo servía.

En mi cabeza seguía escuchando los huaynos de mi tierra y las palabras de Efraín. Una madrugada sentí que alguien me empujaba a un costado de mi cama. Al escuchar la voz de mi padrino borracho lancé un grito que despertó a mi madrina. Esa misma madrugada me echó de su casa.

Entonces empezó mi peregrinación por la gran ciudad de Lima, muchos carros, mucha gente. Y yo sola con mi atado de ropa. No sé cuántos días caminé, con hambre y con frío. Hasta que la buena suerte quiso que doña Blanca me encontrara y me diera trabajo en su casa grande. Todos me trataban bien; yo les enseñaba el quechua a los niños y ellos me corregían mi forma de hablar. El papá de los niños era ingeniero de los ferrocarriles y decía que el Tren Macho ya había sido inaugurado, que lo único malo era que con mucha frecuencia sufría desperfectos y se quedaba varado entre los cerros.

Un día el señor llegó contento diciendo que todos nos íbamos a ir a Huancayo y desde allí a Huancavelica en el Tren Macho y yo casi me desmayé de la ilusión de mi sueño hecho realidad. Pero rápidamente me desilusionaron. Me dijeron que yo me quedaría a cuidar la casa. Así que con lágrimas en los ojos me quedé esperándolos, escuchando los huaynos en mi cabeza.

Cuando volvieron, todos estaban dorados por el sol serrano, los labios agrietados, pero

contentos de haber conocido el valle del río Mantaro, los enormes cerros, los innumerables túneles que traspasaba el tren, y los niños abrían sus ojos para contar que existía una parte en que un puente de fierro unía dos cerros y que por allí pasaba el tren, y que todos rezaban con el corazón en la mano mirando hacia abajo, hacia el río. Traían papas de todas las variedades: blanca dura, señorita, huayco, rosada, runa, chacarera, azul, cuarentona, collareja, morada, ojo rosado, tuni blanca y muchas más que ya no me alcanza el aliento para nombrarlas; también trajeron ricos choclos de grano grande, queso serrano, habas, quinua y lo que más me gustaba, porque tenía sabor a infancia: bolitas de kiwicha.

Aunque en la casa de la señora Blanca tenía de todo y me trataban bien, sentía que algo me faltaba. En las noches soñaba que regresaba a Huancavelica manejando el Tren Macho llenito de regalos para todos. Y que allí en el andén estaba mi madre como siempre la recordaba y el Efraín con una señora y varios hijos. Entonces me despertaba llena de sudor y de espanto.

Después de varios años, me armé de valor y le dije a la señora Blanca que quería regresar a mi tierra. Ella me miró y preguntó si quería ir solamente de vacaciones. Yo le dije que no, que quería irme para siempre. Al comienzo no quería que me fuera de la casa y trató de todas las formas de convencerme, pero al ver que mi decisión era firme y decidida, no tuvo más remedio que dejarme ir. Me dio más dinero del que yo tenía juntado y me dijo que las puertas de su casa estarían siempre abiertas y que yo podía regresar cuando quisiera.

Entonces empecé a hacer realidad mi sueño. Me fui a La Parada a comprar un montón de cosas para llevarle a mi madrecita. Miré a mi madrina que estaba peleando con una señora, pasé delante de ella y no me reconoció.

Con todas mis cosas fui a la Estación de Desamparados en el centro de Lima y tomé el tren a Huancayo. Un silbido estremeció el aire y luego un traqueteo empezó a mover la tierra. Con el movimiento lerdo tuve ganas de vomitar y menos mal que se me pasó rápido al tomar un mate de coca. Y poco a poco me quedé dormida. En Ticlio, la parte más alta de la cordillera, me despertó el frío. Afuera se veía la nieve. Me arropé y volví a quedarme dormida, hasta que llegamos a Huancayo.

Por todos lados escuchaba la música de mi tierra. Y una voz conocida gritó por el megáfono que dentro de diez minutos saldría el Tren Macho rumbo a Huancavelica. Era la voz de Efraín y estaba en una caseta con dos niños muy parecidos a él. Me miró, pareció reconocerme porque me sonrió pero solamente se limitó a saludarme: Buenos días, señora, pase usted adelante. Uno de los niños le preguntó: Papá, ¿puedo jugar en la locomotora? Ya te he dicho que no puedes, le respondió Efraín.

Subí al tren con todos mis paquetes y me senté junto a la ventana para ir mirando todos los colores del verde de los cerros. Algunas llamas pastando, algunas casas con su torito de Pucará en los techos, algunos perros ladrando el paso del tren.

A veces el tren paraba y como que regresaba, decían que para retomar fuerza para poder subir los cerros. Otras veces paraba por las puras, para que la gente desentumeciera las piernas, o para desaguar los vientres. Yo quería que llegara cuanto antes.

Entonces vi desde lejos mi Huancavelica querida acercarse como en mis sueños. Deseé con todas mis fuerzas que mi madre estuviera en la estación. Pero no estuvo. Solamente algunos vendedores revoloteaban por el andén y se metían a los vagones.

Mi pueblo pequeño había crecido y a duras penas pude ubicarme. Ahora la plaza de

armas tenía las calles asfaltadas, las casas varios pisos, y las tiendas eran muy modernas. Al llegar a la casa de mi madre, me ayudaron a bajar todas las cosas, toqué la puerta suavecito y esperé con emoción poder abrazarla. Pero nadie abrió. Toqué más fuerte y unos perros ladraron. Mi madre no estaba.

Una vecina salió a preguntar quién era y a quién buscaba. Era una vecina desconocida. Me dijo que la señora que antes vivía allí había muerto hacía un par de meses y que la casa estaba abandonada, que solamente venían de vez en cuando los hijos de la señora a limpiar los yerbajos. Me quedé llorando en el poyo, mientras la vecina llamaba a sus perros y espantaba a las gallinas. Barrí la sala y desparramé las cosas que llevé para mi madre. Ahora nada tenía sentido. Mi sueño parecía fragmentado como un espejo roto. El traquetear del tren me devolvía a la realidad.

Al día siguiente saqué los libros de las cajas y decidí hacer una biblioteca. Para mi asombro aquella tarde llegó el primer lector: Efraín, quien me pareció más joven. Le pregunté por su trabajo y me dijo que estaba de maestro en la escuela rural. Te sigo esperando, me dijo queriendo tocar mi mano. Con mi corazón lleno de rabia le reclamé por qué me fastidiaba estando casado. Entonces abrió su boca con sus dientes blancos y lanzó al aire la carcajada más cristalina que jamás haya escuchado. Sus manos enormes tomaron las mías y me dijo: sonsa, seguramente has visto a mi hermano el que trabaja en la estación del tren en Huancayo; muchas personas lo confunden conmigo.

En medio de toda mi amargura me sentí feliz. Los niños necesitan una maestra como tú, me dijo. Y me dio un beso con sabor a cañas de mayo del lugar[1].

No bien hubo salido el Efraín, escuché la voz de mi hermano mayor llamándome y mi corazón saltó de alegría. Nos abrazamos fuerte y tiempo faltó para contarnos todo lo que habíamos vivido por separado. Después de un rato, me dijo vamos a ver a mamá. Y yo le dije vamos, pero déjame juntar un ramo de flores, pensando ir al cementerio. Cruzamos varias chacras y antes de quitarle la tranca al portón, silbó dos veces. Se acercaron dos perros. Me dijo: esta es mi casa, hermanita. Nuestra madre está allí cerca de la cocina. Sus ojos ya no ven, pero acércate para que te toque con sus manos, que son sus ojos. Y yo, sorprendida, no podía creer que mi madre estuviera viva.

Mi hermano luego me contó que, como mi madre ya no veía, todos los hermanos decidieron alquilar la casa a una señora que pobrecita había fallecido hacía dos meses.

Abracé a mi madre con mucho cariño mientras sus manos arrugadas exploraban mi rostro y una algarabía de sobrinos hacía fiesta a nuestro alrededor.

A lo lejos bramaba el Tren Macho.

©David Arce

El autor es un escritor peruano ganador de varios premios en certámenes de cuentos en su país. Además de desempeñarse como médico psiquiatra practica la fotografía artística. Este cuento narra la historia de una mujer que se negó a vivir en la ignorancia y prefirió luchar por sus humildes sueños.

[1] Idilio muerto, de Los heraldos negros, César Vallejo.

2 comentarios:

  1. Muy bonita historia. Por un lado muy peruana, pero por el otro muy sudamericana.

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  2. ¡Qué hermosa composición! es tan profunda y real. Esta historia es la historia de miles y tal vez millones de peruanos y de muchas personas del mundo entero, que se marcharon de casa por muchas razones y regresaron a ella queriendo hacer realidad sus sueños truncos.
    La pobreza, la miseria, las discriminaciones, los sueños por alcanzar mejores condiciones de vida, la violencia familiar, la inexistencia de centros superiores para continuar sus estudios, las oportunidades laborales, la excesiva carga familiar, el frialdad de los terratenientes de la época, la explotación del hombre por hombre, la insensibilidad de los gobiernos de turno que no atendían a miles de pueblos alejados y atrapados por la pobreza a lo largo y ancho del Perú, el racismo, el elitismo, la mediocridad de los citadinos que creían ser dueños del Perú, entre otros factores corroboraron a la toma de decisiones de esta naturaleza y aún seguimos así, que todavía no ha cambiado del todo; y no falta mucho para revertir la situación en el Perú Profundo ... creo que la historia del TREN MACHO, DEBE CONTINUAR..
    RECOMIENDO ESCUCHAR LA MÚSICA INTERPRETADO POR RUBÍ PALOMINO "CHOLO SOY Y ME COMPADEZCAS" QUE SERÍA UN GRAN COMPLEMENTO PARA ESTA LECTURA QUE ACABO DE LEER. FELICITACIONES AL AUTOR.

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