jueves, 7 de julio de 2011

El Cuaderno/por David Arce


Aunque algunos dicen que nosotros, los condenados a cien años de soledad, no tenemos una segunda oportunidad sobre la tierra, debo confesar que yo sí la tuve. 

No sé cuánto tiempo demoré en darme cuenta de la verdadera realidad en que vivimos, los más cercanos me contaron que cambiaba de nombre a las personas, a los animales y hasta a las cosas, que hablaba solo y que andaba por la vida como ido, que en realidad es un decir, porque no caminaba por la vida, sino que simplemente caminaba todo el día dentro de mi cuarto, aparentemente con un deambular sin sentido, asomándome de vez en cuando por la ventana a mirar los techos de las demás casas solamente por el puro gusto de que me ladraran los perros.

Mi madre me dijo que después del accidente automovilístico estuve en coma durante 40 días exactos, que los médicos ya me habían desahuciado y que ya me habían retirado todos los cables y tubos. Sin embargo, al tercer día resucité. Mi madre, que como alma en pena estuvo a mi lado, dijo que lo primero que vio fue ese característico mover de mi dedo gordo del pie izquierdo. Siempre me había hecho bromas acerca de ese movimiento: decía que solamente lo hacía cuando estaba nervioso o asustado. Eso basto para renovar las esperanzas y corrió a dejar sin efecto la documentación de donación de órganos: le rogó al médico que por favor esperara un par de días más. Y fueron suficientes para que yo abriera los ojos y moviera mis extremidades.

Pero como 40 días de inactividad física me agarrotó hasta la panza, tuvieron que iniciar el proceso de rehabilitación. Recuerdo que al inicio me aguantaba el dolor del movimiento de los brazos y de las piernas. Luego, cuando empecé con la terapia del lenguaje, ya no me importó gritar. El proceso de volver a caminar fue lento y creo que demoré más de lo que tarda un niño en hacerlo. Sin embargo ahora estoy contento porque ya puedo correr.

De lo que me sigo arrepintiendo es de la segunda oportunidad que tuve para tener una letra hermosa, tipo Palmer, como mi profesora Juanita Távara, que Dios la guarde en su gloria, se esforzó, infructuosamente en enseñarme. Ahora, al igual que antes del accidente, y después de muchas terapias de caligrafía, he llegado a obtener la misma ridícula caligrafía: pueril, primariosa, medio tembleque y cualquier hijo de vecino que sin saber leer ni escribir diría que el dueño de esa letra es una persona muy tímida, especialmente por ese extraño rabito que le hago a la “s” y que nunca he podido dejar de hacerlo.

De niño, cuando la profesora me amenazaba con el San Martín de tres puntas y me dejaba hasta las seis de la tarde dibujando la caligrafía Palmer, yo me distraía pensando en mi padre y en su familia. Mis amigos me dijeron que estaba loco, que lo mantenían encerrado, pero yo nunca pude conocerlo. Cuando le pregunté a mi madre, ella me dijo que el abuelo Valdivieso era mi papá y que mi verdadero papá había muerto de pulmonía. Y cuando le conté lo que decían los amigos, ella se puso seria y me dijo cómo crees que esa familia va a tener parentesco con nosotros, ¿no ves acaso que ni siquiera nos saludan, que son los que tienen más dinero que toditos los demás juntos?

De todas maneras siempre quise conocer a esa familia. Cuando falleció el que decían que era mi padre, no lo llevaron en hombros, como se acostumbraba en el pueblo, sino que hicieron unas honras fúnebres a escondidas y rápidas.

Después de ingresar a la Universidad en Lima, regresé a mi pueblo y una de las pocas cosas que hice, sin consultarle a mi madre, fue ir a la casa del que se suponía era mi padre, para conocer a quienes creía que eran mi familia, salió una vieja que se asustó cuando me miró y ante la emoción inminente de las lágrimas salió una chica que empujando a la señora hacia atrás, casi me cerró las puertas en la nariz, diciéndome que yo estaba equivocado, que no éramos familia.

Esa misma chica, me llamó cuatro meses antes del accidente para decirme que éramos primos, y que qué había pasado que no nos habíamos reconocido como familia, que aunque yo tuviera apellidos diferentes, resultaba hijo mayor del tío Fermín y que por favor, tú que vive en la capital, que has estudiado para abogado y que conoces a mucha gente, tú puedes ayudarnos a recuperar las tierras que nos ha quitado el gobierno. Yo por supuesto, me puse contento en conocer el resto de mi familia y no me negué a ayudarlos. En el primer viaje mi prima me trajo un presente: el cuaderno de mi papá, todavía forrado con papel azul y un plástico algo deteriorado, en la etiqueta estaba el nombre de mi padre y el número del colegio. Abrí la primera página y vi que mi padre se había equivocado en la fecha, donde en vez de colocarle el año, le había puesto el número del colegio. Y luego lo guardé y lo olvidé.

Hasta ahora en que varios años después de mi rehabilitación, sin lograr escribir la perfecta caligrafía Palmer, con los mismos errores disléxicos de antes, el mismo rabito extraño de la ese, encuentro por casualidad el cuaderno de papá, y me doy con la sorpresa que la letra es muy parecida a la mía, incluyendo el rabito en la “s”. Abrazo el cuaderno y me lleno de emoción.

Lo sigo hojeando y al final, en el último párrafo, escrito a la carrera, leo: Aunque algunos dicen que nosotros, los condenados a cien años de soledad, no tenemos una segunda oportunidad sobre la tierra, debo confesar que yo sí la tuve.

©David Arce

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