miércoles, 26 de octubre de 2011

Un Ángel llamado Eva / por Jack Farfán Cedrón


U

na atmósfera de situaciones fantásticas recorre el nudo conductor de estos simples relatos, que bien puede paladear un niño como un adulto en retiro. La veta luminosa del mágico-realismo diseminada por David Arce en su primera novela-cuentario, La casa de los cachorros, ya desplegaba esa herencia de un mundo aparte, macondiano, sucedido en la ruralidad norteña de Chulucanas.

Esta vez, Eva, una extraña mujer de origen checo, amante de las mariposas y los sueños atrapados en ese cuento en reposo que es la fotografía, recorre el hálito emplumado de la trama de relatos, sueltos por la sola evocación de las variaciones intermedias con que una obra enfrenta los comienzos abiertos, ficticios. Mientras afuera, hacia el lector creado, el cese del viento no amaina; amenaza con entrar un ángel que ha vencido la timidez y ha planeado interponerse entre un médico atareado con las procelosas responsabilidades laborales metropolitanas de Lima, la horrible, y la duende de sus inspiraciones, Eva. Pero, entre la niebla que retorna puertas, patios con gentes esparcidas, el sesgo de un soplo narrativo trae personajes que levantan el velo fantástico, de objetos que cierran el paso estremecedor a toques gravitantes en que sacarle el jugo fantástico a la trama narrativa es tarea de noctámbulos al acecho de historias pequeñas, viñetas, y hasta el desliz de una tierna despedida, como augurando el proceso extinto de las personas queridas, el último cierre de recuerdos mejores, tras las quietas fijezas dibujando en sus niñas al amigo que se queda a buen recaudo de la memoria nuestra, cuando las visiones se van y queda una risa extinta.

Cuentos para Eva, de David Arce, es el acercamiento memorial de los pequeños mundos vividos justamente para anular fronteras entre buenos amigos; sernos tan cercanos entre los hombres más distanciados por la tecnología y las diferencias mundanas, como los personajes de toda literatura que merece vivirse, saborearse con una sutil y agridulce fantasmagoría, mientras se lee como un mapa personal del cuerpo, la historia que pudo haberse soñado para un dios-narrador que jamás olvidaremos.

Jack Farfán Cedrón,

15 de marzo de 2011

martes, 25 de octubre de 2011

La muerte viene dulce, como la chicha

A pesar del reumatismo y del dolor de rodillas y de todas las coyunturas, la abuela Mercedes, desde comienzos de año, pensaba entusiasmada en la celebración de su cumpleaños número setenta y tres y se lo participaba a su vecina y comadre doña Doralisa Seminario, con quien no paraba de hablar por horas, desde que caía el sol y se refrescaba un poco la tarde, hasta muy entrada la noche en que, asustadas por el ulular de las lechuzas, recogían las perezosas, se persignaban y se decían hasta mañana comadrita. Así estuvieron todas las noches de ese verano seco, sin lluvias, rogando que lloviera para que no fuera otro año como los anteriores. San José nunca nos abandona, siempre llueve para el 19 de marzo, por lo menos una pasadita de nubes. Sí pues vecina, ya es tiempo de que el Señor se apiade de nosotros.

Desde su matrimonio con Alejandro Valdivieso, este, amante de las fiestas, bailes y jolgorios, no dejó pasar ningún cumpleaños por celebrar, con sus siete días reglamentarios: la antevíspera, la víspera, el santo, la joroba, la recorcova, el jorobete y el andavete.

¡Y estas mujeres qué tanto hablarán todas las noches!, se quejaba don Alejandro Valdivieso, cosas de mujeres le respondían las dos a la vez, entonces manden a jugar al muchacho que se queda como embobado escuchándolas hablar, ven toma una peseta y ándate al circo Jorgito, no papá, ya fui cuatro veces y siempre repiten lo mismo. ¿Y acaso estas mujeres no repiten lo mismo?

Y ellas no le hacían caso y seguían hablando de comidas diferentes para cada día. Doralisa Seminario muchas veces dejaba pasar algunas cosas repetidas que decía la abuela Mercedes; comprendía que desde hacía varios años tenía olvidos frecuentes. Para la antevíspera haremos unos tamalitos de choclo verde, contrataremos a Osquitar el guitarrista y que él mismo se consiga una banda para bailar unas cumbias, tonderos y huaynos, decía la abuela Mercedes, y tú Doralisa, con tus dos tinajas de chicha no te va a alcanzar, será mejor que te vayas para Simbilá y te traigas diez tinajones, cuarenta jarras de barro y por allí le digo al Alejo que me consiga unos potos para servir la chicha, total él lo único que hace es ir a la chacra a dormir, flojo me ha salido este hombre. Vamos a necesitar varias manos, solas las dos no podremos atender a toda la gente que va a llenar la casa. Le dices a María Candela que venga con tu hijo, yo le diré a mi Dora, a la Chabela y a los demás. Hasta el Eugenio puede ayudarnos a desgranar los choclos y los frejolitos verdes para el pepián. Y tus otros seis hijos nos pueden echar una mano, siempre te he dicho que eres una loca al ponerles el mismo nombre a todos tus siete hijos.

Y de no haber ocurrido la desgracia de la muerte de Domingo Seminario, el hijo mayor de Doralisa Seminario, ellas habrían seguido hablando y haciendo planes para el cumpleaños de la abuela Mercedes.

Para el día de San José se vino un aguacero que nadie lo esperaba. Inundó casas, malogró las pocas plantas que quedaban en pie y el río trajo multitud de ramas, plátanos desgajados de raíz, alguna res muerta con la panza arriba y partes de una choza con un gallo cantando encima. Una semana después de la desgracia encontraron el cuerpo de Domingo, completamente hinchado, irreconocible. Y antes de que lo despanzurraran los gallinazos, lo llevaron a la pequeña morgue junto a la capilla dentro del cementerio para que don Heráclito Seminario le realizara la autopsia de ley. Los seis hermanos lo cargaron a casa, lo acomodaron en un ataúd del doble de lo normal y, sin las exequias correspondientes, lo enterraron de inmediato debido al avanzado estado de putrefacción. Esta vez no hubo las lloronas que acompañaban a los difuntos hasta su última morada, solamente una pequeña banda tocando música de pena.

Cavaron una fosa grande y ya estaban bajando el cajón cuando algunos de los presentes, asustados, llorando, pidieron que no se lo enterrara con las manos entrecruzadas, que se las soltaran y se las pusieran a los costados, si no lo hacían, el difunto se llevaría al resto de la familia. Uno de los hermanos se armó de valor, le descruzó los brazos, le estiró los dedos uno por uno y colocó los brazos a los costados sin creer mucho en esa superstición.

Aunque Doralisa Seminario llevaba puesta una mantilla negra, todos los que fueron al entierro se asombraron de que el negro azabache de su cabello hubiera dado paso al más blanco de los cabellos, casi parecido al de la abuela Mercedes. Algunos dijeron que era por la pena.

Doralisa Seminario no durmió durante los siete días que estuvo desaparecido su hijo más amado ni lo hizo hasta mucho después de que lo enterraran. Los seis hijos caminaban como sombras a su alrededor, como esperando una palabra o una orden de la madre. Lo primero que dijo fue: Domingo, alcánzame un jarro de agua. Y los seis hermanos se quedaron paralizados. No alcanzaron a distinguir el matiz de voz con que los llamaba. Y después de un momento de confusión, los seis se dirigieron a la tinaja de agua.

Varias personas, entre ellas el vendedor de sebo de culebras, le habían reclamado que por qué les colocaba de nombre Domingo a todos sus hijos, habiendo tantos nombres bonitos y tú pareces loca repitiendo el nombre en cada uno. ¿Es que no te acuerdas de que domingo era el día en que te veía en el mercado? Y ya sabes que aquí en Chulucanas todas tenemos un montón de hijos porque una nunca sabe, a veces viene una peste y te los mata a todos y te quedas más sola que alma en pena. Y además porque a mí me gusta y sanseacabó.

Y no les colocó un segundo nombre a los siete Domingos; lo que hizo fue acostumbrarlos a un matiz diferente de su voz y cada uno de los muchachos llegó a saber cuándo se dirigía a él. Por eso les pareció muy extraño cuando les pidió el jarro de agua en una forma que no le pertenecía sino al muerto. Entre ellos se gastaban bromas a solas llamándose por los apodos más inverosímiles que, por supuesto, no llegaban a oídos de la madre que decía que eso de ponerse sobrenombres era cosa de delincuentes.

Durante los tres primeros meses, Doralisa Seminario nunca salió de la casa y su cabello nunca volvió a tener el negro de antes. A fines de junio solo se asomó a la ventana cuando pasaron los Diablicos con Lencho a la cabeza y le pareció una repetición de tiempos pasados.

Se dirigió al corral, recogió los huevos más grandes, los puso en la canasta y tomó el camino de la casa de María Candela, teniendo cuidado esta vez de no pisar el asfalto, no fuera a suceder como cuando se asustó con una iguana enorme que pasó rápido por la carretera corriendo sobre sus uñas, el sol caía a plomo y el asfalto parecía melcocha, saltó descalza a la berma y desde allí miró a través de sus lágrimas cómo se derretían y desaparecían sus sandalias dentro del asfalto, mientras encima, los huevos desparramados chisporroteaban sobre la pista haciendo globitos. Cuando cruzó el río vio una garza blanca en actitud inmóvil sobre una rama caída de sauce y, al regresar, dos horas después, la vio en la misma posición. Pensó, qué extraño animal, cómo no se cansa, parece una estatua.

Para el mes de agosto se dirigió al pueblo de alfareros de Simbilá con sus seis hijos, de donde regresó con un cargamento de dieciocho tinajones, cuarenta jarras de barro, ochenta potos, y más herramientas para hacer chicha como para un mes, trajo varios guas, humaz, cedazos, cucharas de madera, maíz especial, y todo lo necesario para preparar la chicha para el cumpleaños de la abuela Mercedes.

No, mujer, este año no voy a celebrar mi cumpleaños, cómo has creído que con tanto dolor en tu corazón voy a permitir hacer bulla… alcanzó a decir la abuela Mercedes antes de que la mano de Doralisa Seminario se posara sobre sus labios. Aunque yo esté de luto, no voy a dejar que arruines tu celebración, además ya compré todo para hacer la mejor chicha de Chulucanas, como para un mes. Vas a tener un cumpleaños como nunca lo has tenido. No acepto negativas, doña Mechita.

Veinte días antes de la antevíspera, Doralisa Seminario puso a remojar cuarenta quintales de maíz pachucho, los dejó cuatro días a la sombra para que germinaran y luego los asoleó cuatro días más sobre sábanas en el corral, cuidando de espantar a las gallinas no se fueran a atragantar con ese maíz que ya no era para pollos. Ayudada por sus seis hijos colocó en el batán el maíz asoleado y lo molió como harina gruesa. Ayúdenme a cubrir los espacios libres con las callanas para que no escape el fuego, les decía Doralisa a sus seis hijos, esta es la taberna más grande que he hecho, dieciocho tinajones en dos hileras, carbón de algarrobo, del bueno. Apenas hierva el agua me avisan para echarles el pachucho y nos vamos a turnar para cuidar el fuego, quiero cocinar la harina durante dos días, luego lo venteamos con el guas y con el humaz y lo enfriamos para masticar el afrecho, menos mal que todos tenemos la dentadura intacta. Luego no se olviden de remover constantemente con «la vieja», ese palo de zapote colgado encima de los tinajones. Todas las noches vamos a probar la chichita y cuando ya esté un poquito acidita la taqueamos, o sea la colamos y la hervimos durante dos días más. Volvemos a colar la chicha verde y la colocamos en los cántaros de fermentación. Ya ven, muchachos, hacer chicha es muy fácil. A mí no me vengan con querer echarle azúcar, plátanos, muñecos o patas de res.

Y la fiesta empezó y nadie más vio a Doralisa Seminario con vida. Los seis hijos se fueron desde el 22 en la madrugada para la casa de María Candela. No podían soportar que alguien estuviera riéndose y bailando cuando ellos estaban tan tristes por la muerte del hermano amado.

Don Heráclito Seminario calculó que Doralisa había fallecido el mismo día 24 de setiembre, el día del santo de la abuela Mercedes. Algunos afirmaron que la vieron servir el clarito para la antevíspera; para la víspera le pidió a su hermana Micaela Lalaquiz que le ayudara a repartir la chicha. El día del santo alguien aseguró haberla visto por la mañana, pero ya no por la tarde. Los demás días, los concurrentes, borrachos por la chicha, la música y la comida, armaban todo tipo de escándalos. Para la joroba sacaron plátanos maduros horneados y un delicioso copús bajo tierra. La recorcova fue salpicada con seco de res y los concurrentes notaron que la chicha estaba mucho más deliciosa que al comienzo. Y ni hablar para el día del jorobete, ni el arroz con pato ni los músicos calmaron los ánimos decaídos; más bien empezaron a tocar los pasillos más tristes jamás escuchados. El día del andavete por la tarde, cuando el pequeño Jorge se acercó a sacar una jarra de chicha, se extrañó de que estuviera más dulce que en el primer día y descubrió unas enormes hormigas translúcidas del color del ámbar, que vomitaban miel dentro de la chicha. Hizo el recorrido inverso de las hormigas que iban y venían en líneas paralelas, ordenadas, por detrás de los cántaros, por los recovecos de las paredes, por el canal del desagüe para las lluvias, por la pared del dormitorio principal, por el abrevadero de los burros, por los nidos de las gallinas, rodeando el tronco del naranjo en flor, siguiendo en línea recta hasta el fondo del corral, donde estaba el cuerpo extendido de Doralisa Seminario con una bacinica en una mano y la boca abierta por donde entraban y salían las hormigas luminosas.

viernes, 21 de octubre de 2011

Evita / por David Arce

Evita no hablaba.

De todas las niñas del salón de clases, era la única que entraba aferrada a sus libros y cuadernos.

Apenas se sentaba y dejaba sus cuadernos sobre la carpeta, se llevaba las manos hacia la boca y se mordía las uñas y permanecía así, aun cuando la profesora pasaba lista. Ella no respondía; sólo atinaba a mirar el suelo. Sin embargo, era la que sacaba las mejores notas en los exámenes. Algunos de sus compañeros de clase se burlaban de ella. Otros trataban de protegerla y ayudarla. Pero ella parecía estar en otro mundo.

Dentro de su ser no estaba contenta consigo misma. Con su mirada lánguida, veía cómo participaban sus compañeros de clase, veía cómo ellos movían sus bocas, sus lenguas, y emitían sonidos. Ella también deseaba hablar como los demás.

Pero tenía miedo. No sabía a qué. Las personas mayores le producían mucho miedo. No lo entendía. Cuando se aventuraba a querer explicárselo, sólo veía imágenes difusas en los rincones más recónditos de su memoria. Veía a su madre gritando, se veía a sí misma muy pequeña sin poder pedir hacer la pila o hacer la caca, y morirse de miedo cuando dos manos grandes la levantaban del suelo, la colocaban boca abajo y le hacían arder las nalguitas.

Veía un babero, una mesa salpicada de comida, el piso salpicado de comida y una mano enorme estrellarse contra su boca. También recordaba muchos no es. «Evita, no toques eso; Evita ten cuidado, no rompas, no salgas, no hagas bulla, no hables, no…»

Y Evita decidió crecer sin hablar.

Hasta ahora…

Hasta ahora que no se sentía contenta con ser lo que era, quería correr con sus demás compañeros, hablar de chicos, de juegos, de las cosas bonitas de la vida. Una tristeza infinita se apoderaba de su corazón.

Y un día, embargada de pena, decidió adentrarse en el bosque para perderse en la inmensidad de su espesura.

Aunque había escuchado que una bruja moraba ahí, como no estaba contenta con su vida no le importaba.

Evita entró en el bosque y le gustaron las plantas y las flores, las piedras, los árboles y el cielo. Le gustó tanto el camino que se olvidó del motivo por el cual había entrado. De pronto uno de sus pies tropezó con un libro antiguo. En su portada decía: Libro mágico de la vida. Mil recetas para ser feliz. Su corazón dio un vuelco, creyendo haber encontrado la solución y buscó y buscó. Hasta que encontró la receta de cómo aprender a hablar.

Una pluma roja de un loro completamente verde.

Una pluma verde de un loro completamente rojo.

Cuatro uñas de urraca.

Tres huevos de araña roja.

Y varios ingredientes más…

Evita buscó y buscó, hasta que logró encontrar y juntar todos los ingredientes que indicaba la receta. Los mezcló y tomó el brebaje durante seis noches.

A la séptima noche se despertó recitando un poema a la luna. Pensó que estaba soñando, se pellizcó y se dio cuenta de que podía hablar. Regresó a su pueblo, al colegio. Y todos los que pensaron que Evita había muerto se alegraron de verla de nuevo, con una nueva cara, sin las manos en la boca, sonriendo, cantando, recitando y hablando. Y contestando a todas las preguntas que le hacían. Y pronto se volvió la más popular de la clase.

Pero no todo en esta vida es perfecto, y Evita seguía hablando, interrumpía las clases, hablaba en el recreo, en la calle, en el mercado, en la casa, en la iglesia y, lo peor de todo, hablaba mientras dormía.

Nuevamente sus compañeros empezaron a alejarse de ella y Evita se dio cuenta de que estaba equivocada cuando pensó que el día que hablara iba a ser completamente feliz.

Decidió volver al bosque en busca del libro mágico de recetas. Caminó y caminó, sin cesar de hablar. Los últimos que la vieron alejarse, aún escucharon un lejano rumor cuando la perdieron de vista.

A su paso los pájaros se dispersaban revoloteando. Ella continuaba hablando y hablando, sin poder encontrar el libro mágico de recetas.

A lo lejos vio una casa y se acercó a pedir ayuda y comida. De la casa salió una vieja que la invitó a pasar. Y Evita le pidió, por favor, que la ayudara a no hablar tanto, y la vieja le dio consejos que Evita no escuchaba porque no paraba de hablar. Pero como esta vieja era sabia, aprovechó que Evita tomaba aire para continuar hablando, y le ofreció un plato de sopa.

Evita estaba hambrienta por el largo camino y, mientras ella tomaba la sopa, la vieja le hablaba, le enseñaba a respirar, a prestar atención, a comprender las cosas, a observar, a meditar. Le enseñaba a escuchar.

Pero esto no fue de la noche a la mañana. La vieja le daba tareas para que realizara todas las mañanas y que hablara cuanto ella quisiera. Le decía que regara las plantas, que les quitara los insectos, los gusanos, las malas hierbas, que podara las plantas. Y Evita lo hacía con gusto, cantando y hablando.

Y luego, en la tarde, cuando retornaba cansada, la vieja le ofrecía el plato de sopa y aprovechaba para enseñarle a respirar, a poner atención, a observar, a meditar y a escuchar.

Y fue así como Evita, gracias a la vieja del bosque, aprendió el placer del hablar y del escuchar, aprendió el placer del sonido y de los silencios, a diferenciar los variados tonos de la naturaleza. Aprendió a distinguir el momento, el lugar y la persona adecuada para expresar sus más íntimos sentimientos mediante los sonidos y los silencios que vibraban en su alma reconfortada.

©David Arce

Foto: Eva Lewitus