viernes, 21 de octubre de 2011

Evita / por David Arce

Evita no hablaba.

De todas las niñas del salón de clases, era la única que entraba aferrada a sus libros y cuadernos.

Apenas se sentaba y dejaba sus cuadernos sobre la carpeta, se llevaba las manos hacia la boca y se mordía las uñas y permanecía así, aun cuando la profesora pasaba lista. Ella no respondía; sólo atinaba a mirar el suelo. Sin embargo, era la que sacaba las mejores notas en los exámenes. Algunos de sus compañeros de clase se burlaban de ella. Otros trataban de protegerla y ayudarla. Pero ella parecía estar en otro mundo.

Dentro de su ser no estaba contenta consigo misma. Con su mirada lánguida, veía cómo participaban sus compañeros de clase, veía cómo ellos movían sus bocas, sus lenguas, y emitían sonidos. Ella también deseaba hablar como los demás.

Pero tenía miedo. No sabía a qué. Las personas mayores le producían mucho miedo. No lo entendía. Cuando se aventuraba a querer explicárselo, sólo veía imágenes difusas en los rincones más recónditos de su memoria. Veía a su madre gritando, se veía a sí misma muy pequeña sin poder pedir hacer la pila o hacer la caca, y morirse de miedo cuando dos manos grandes la levantaban del suelo, la colocaban boca abajo y le hacían arder las nalguitas.

Veía un babero, una mesa salpicada de comida, el piso salpicado de comida y una mano enorme estrellarse contra su boca. También recordaba muchos no es. «Evita, no toques eso; Evita ten cuidado, no rompas, no salgas, no hagas bulla, no hables, no…»

Y Evita decidió crecer sin hablar.

Hasta ahora…

Hasta ahora que no se sentía contenta con ser lo que era, quería correr con sus demás compañeros, hablar de chicos, de juegos, de las cosas bonitas de la vida. Una tristeza infinita se apoderaba de su corazón.

Y un día, embargada de pena, decidió adentrarse en el bosque para perderse en la inmensidad de su espesura.

Aunque había escuchado que una bruja moraba ahí, como no estaba contenta con su vida no le importaba.

Evita entró en el bosque y le gustaron las plantas y las flores, las piedras, los árboles y el cielo. Le gustó tanto el camino que se olvidó del motivo por el cual había entrado. De pronto uno de sus pies tropezó con un libro antiguo. En su portada decía: Libro mágico de la vida. Mil recetas para ser feliz. Su corazón dio un vuelco, creyendo haber encontrado la solución y buscó y buscó. Hasta que encontró la receta de cómo aprender a hablar.

Una pluma roja de un loro completamente verde.

Una pluma verde de un loro completamente rojo.

Cuatro uñas de urraca.

Tres huevos de araña roja.

Y varios ingredientes más…

Evita buscó y buscó, hasta que logró encontrar y juntar todos los ingredientes que indicaba la receta. Los mezcló y tomó el brebaje durante seis noches.

A la séptima noche se despertó recitando un poema a la luna. Pensó que estaba soñando, se pellizcó y se dio cuenta de que podía hablar. Regresó a su pueblo, al colegio. Y todos los que pensaron que Evita había muerto se alegraron de verla de nuevo, con una nueva cara, sin las manos en la boca, sonriendo, cantando, recitando y hablando. Y contestando a todas las preguntas que le hacían. Y pronto se volvió la más popular de la clase.

Pero no todo en esta vida es perfecto, y Evita seguía hablando, interrumpía las clases, hablaba en el recreo, en la calle, en el mercado, en la casa, en la iglesia y, lo peor de todo, hablaba mientras dormía.

Nuevamente sus compañeros empezaron a alejarse de ella y Evita se dio cuenta de que estaba equivocada cuando pensó que el día que hablara iba a ser completamente feliz.

Decidió volver al bosque en busca del libro mágico de recetas. Caminó y caminó, sin cesar de hablar. Los últimos que la vieron alejarse, aún escucharon un lejano rumor cuando la perdieron de vista.

A su paso los pájaros se dispersaban revoloteando. Ella continuaba hablando y hablando, sin poder encontrar el libro mágico de recetas.

A lo lejos vio una casa y se acercó a pedir ayuda y comida. De la casa salió una vieja que la invitó a pasar. Y Evita le pidió, por favor, que la ayudara a no hablar tanto, y la vieja le dio consejos que Evita no escuchaba porque no paraba de hablar. Pero como esta vieja era sabia, aprovechó que Evita tomaba aire para continuar hablando, y le ofreció un plato de sopa.

Evita estaba hambrienta por el largo camino y, mientras ella tomaba la sopa, la vieja le hablaba, le enseñaba a respirar, a prestar atención, a comprender las cosas, a observar, a meditar. Le enseñaba a escuchar.

Pero esto no fue de la noche a la mañana. La vieja le daba tareas para que realizara todas las mañanas y que hablara cuanto ella quisiera. Le decía que regara las plantas, que les quitara los insectos, los gusanos, las malas hierbas, que podara las plantas. Y Evita lo hacía con gusto, cantando y hablando.

Y luego, en la tarde, cuando retornaba cansada, la vieja le ofrecía el plato de sopa y aprovechaba para enseñarle a respirar, a poner atención, a observar, a meditar y a escuchar.

Y fue así como Evita, gracias a la vieja del bosque, aprendió el placer del hablar y del escuchar, aprendió el placer del sonido y de los silencios, a diferenciar los variados tonos de la naturaleza. Aprendió a distinguir el momento, el lugar y la persona adecuada para expresar sus más íntimos sentimientos mediante los sonidos y los silencios que vibraban en su alma reconfortada.

©David Arce

Foto: Eva Lewitus

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