En el pequeño hospital del pueblo minero de La Oroya, en el corazón de los Andes peruanos, Aureliano mira, asustado, cómo se va apagando la luz de los ojos de su padre. Le toma la mano y quiere rescatarlo de la espantosa oscuridad que avanza a trancos largos.
El pobre hombre ya dejó de toser; solamente una respiración como de sapos tristes desgarra lastimosamente el aire.
Aureliano nunca ha visto morir a un hombre y desde sus ocho años, llevará para siempre la imagen de su padre boqueando como un pescado recién sacado del río. Los labios morados, las orejas pálidas, las costillas hundidas.
Luego, la noche cae como un golpe seco en la boca de un estómago vacío.
Su madre llora, sus hermanas lloran. Él no puede llorar. En secreto había deseado que su padre ya no sufriera más. La culpa pulveriza su tristeza.
El pequeño Aureliano no sabe que su madre y sus hermanas lloran tristes y amargamente, no por el padre que ya dejó de sufrir, sino por él, que muy pronto lo reemplazará en los socavones*.
©David Arce
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