A las seis y treinta de la mañana el reloj despertador empezó a timbrar sobre la mesa de noche y Jorge de la Piniela, médico anestesiólogo, alargó la mano y apagó la alarma, escondió el brazo bajo la frazada y se revolvió en la cama diciéndose cinco minutitos más, con la complicidad engañosa de saber adelantado treinta minutos el reloj. Luego de varios sueños cortos, se despertó sobresaltado ante la voz de la madre, que le gritaba desde la cocina hijito, se te va a hacer tarde otra vez, ya está listo el desayuno. Rápidamente se escabulló en el baño y, mientras le caía el chorro refrescante de agua fría, volvió a pensar que no tenía ganas de ir a trabajar. Ese día no tenía programada ninguna operación, pero de todas maneras su jefe lo quería de retén, por si acaso pasara algo, nunca se sabe. Tomó un café cargado, cogió la bolsa con dos panes que su madre la había preparado y salió corriendo a calentar el auto. La madre, desde lejos, le rogaba que tomara el jugo de papaya. El ruido del motor apagó las súplicas de la mujer. Abrió el portón automático y salió despacio, pensando en las pocas ganas que tenía de trabajar. El hospital donde laboraba estaba en el sur de Lima, a cuarenta minutos exactos. Ya estaba por entrar a la vía de Evitamiento, cuando recibió una llamada a su celular, sin saber que iba a ser la última.
Dos meses después, José Torres, flamante capitán de la división de homicidios, pedía permiso para ingresar al dormitorio del médico desaparecido y la pobre vieja, con todos los años encima, le suplicaba que encontrara a su hijo amado, que seguramente había sido secuestrado por los terroristas. El capitán tomó muestras de dos tipos de cabellos distintos de entre las almohadas y miró alrededor de la habitación, sorprendiéndose de que las características coincidían con lo que manifestaron los sospechosos. Cuando los policías ya estaban por retirarse, llegaron las tres hijas y se volvieron contra la madre, histéricas, por permitirles a los policías entrar como Pedro en su casa en los aposentos del hermano desaparecido.Al comienzo los sospechosos, menores de edad, uno de quince años y otro de diecisiete, negaron todo tipo de relación con el secuestrado. La única certeza que tuvo el capitán José Torres fue, de que los dos estaban mintiendo, simplemente porque dieron versiones distintas.
Cuando el médico legista llegó a la escena del crimen, hizo una mueca de repugnancia porque, como él mismo explicaría después, la grasa, en el proceso de putrefacción, producía una sustancia pestilente llamada adipocira, que era capaz de traspasar el látex de los guantes. Y se lamentó durante una semana por haber pisado unos pedazos de grasa del difunto, cuya pestilencia no pudo sacar ni con lejía.
La llamada al celular le dio el pretexto perfecto para no ir a trabajar. Luego de arreglar un encuentro, Jorge de la Piniela marcó el número de su jefe y le dijo que su anciana madre se había enfermado repentinamente y que no iba a trabajar. Pierde cuidado, le dijo el jefe, tómate el día y no te preocupes, tu señora madre está antes que nada. Fue entonces que su vida cambió de rumbo y se dirigió al norte de la ciudad.
El capitán José Torres los amenazó con llevarlos al sótano de la comisaría y a torturarlos hasta que dijeran la verdad. Los vecinos nos han llamado diciendo que ustedes son reducidores de autos y que los venden por partes. Y que saben algo de la desaparición del médico Jorge de la Piniela. Cuando Marco vio que a su primo lo amarraron de los pies y lo empezaban a zambullir en una piscina, empezó a llorar.
Marco, de quince años, entre sollozos, le contó a su primo Esteban, de diecisiete años, que hacía cuatro meses conocí un médico que me daba muchos regalos, que me los llevaba al puesto donde vendemos golosinas en la playa de estacionamiento de la avenida Tacna. Primero se acercó a comprar como veinte soles en chocolates y caramelos, y me preguntó si quería dar un paseo en auto. Y yo le dije que no, porque mi hermana me había dejado solo en el quiosco. Pero empezó a llegar seguido por el quiosco y nos conversaba a la Pancha y a mí, hasta que un día le pidió a la Pancha que me diera permiso para que lo acompañara al cine. En vez de ir al cine me llevó a un bar y luego, un poco mareado, me llevó a su cuarto, donde vivía con su viejita. Allí me quedé a dormir, pero menos mal que nadie se dio cuenta. El doctor me daba muchas cosas, me invitaba varias veces al cine, me invitaba a comer, me compraba ropa, zapatillas y me llevaba a su casa para que durmiera con él. Pero quiero que suelten a mi primo para seguirles contando.
El médico legista, con la experiencia que lo acompañaba, con aire solemne, dijo que el muertito tenía un aproximado de dos meses de fallecido y por el tiempo transcurrido la causa de muerte sería mejor determinarla mediante la necropsia de ley.
Durante todo el trayecto, el médico Jorge de la Piniela sintió la ebullición de la sangre y la libido a flor de piel. Imaginó las escenas más agradables con Marco y pisó el acelerador. Todavía quedaba lejos, casi a la entrada de Lima, en el distrito de Puente Piedra. La llamada de Marco no le había extrañado, ya que no era la primera vez que el muchacho lo llamaba para encontrarse en el corralón donde el menor trabajaba de guardián durante las mañanas. El médico no sabía que estaba acelerando hacia su muerte.
Yo le voy a contar la verdad, Jefe. El doctor varias veces me invitó a su casa, pero la última vez algo debió darme, una pastilla, algo para dormir, porque no me di cuenta de lo que me hizo. En la mañana me desperté con mucho dolor y cuando fui al baño goteaba sangre. Entonces le conté a mi primo y me dijo para vengarnos; sólo le quería dar un susto y robarle su celular. El capitán José Torres escuchaba.
Alcánceme el acta para firmarla, capitán. Lo único que puedo decirle, aparte de la fecha aproximada de muerte, es que los facinerosos intentaron quemar el cuerpo antes de enterrarlo bajo el jardín; eso explica las quemaduras en la cabeza y el cabello.
Cuando el auto rojo llegó al corralón, Jorge de la Piniela, no necesitó tocar la bocina porque Marco ya le estaba abriendo la puerta. Apenas terminó de aparcar, Marco se acercó y se sentó en el asiento delantero y Jorge le preguntaba tanto me extrañas que a estas horas de la mañana me llamas y tanto te extraño y pienso en ti todo el tiempo que apenas me llamas vengo volando, y le agarraba todo el cuerpo, sintiendo las hormonas correr más rápido entre sus venas.
Entonces fue que mi primo Esteban se acercó por atrás y le puso la bolsa plástica y apretamos tanto, hasta que vimos que no podía moverse. Nos asustamos; no sabíamos qué hacer. Mi primo me dijo parece que está muerto, mejor desaparecemos el cadáver, y lo metimos boca abajo en un cilindro, le echamos gasolina que sacamos del carro y le prendimos fuego. Algunos vecinos protestaron por el humo y el olor a quemado. Entonces lo apagamos y lo enterramos en el jardín.Para llegar a conocer la identidad del muertito le recomiendo que le hagan todos los exámenes, incluidos los del cabello y de ADN. Y por favor llévenme a la oficina forense, que el trabajo es de nunca acabar, reclamó el médico legista.
Cuando sintió la bolsa encima de la cabeza pensó que se trataba de una broma, pero cuando el aire se le hacía más escaso comprendió, con sus conocimientos de médico, que hasta allí nomás le alcanzaba la vida. La última imagen que tuvo fue de niño, cuando su madre le compró un algodón dulce, para calmarle el llanto, y el deseo de una muñeca parecida a la de sus tres hermanas.
La prensa sigue diciendo que el doctor ha sido secuestrado por los terroristas, pensó el capitán José Torres. De no haber sido por los vecinos que nos avisaron que en este corralón se estaban desmantelando autos, nunca hubiéramos sabido que aquí mataron al doctor.
Con todo el dolor de madre por la pérdida del hijo, mirando los noticieros de la televisión, los pormenores que los diarios mencionaban de las declaraciones de los menores de edad, la madre del doctor reunió a sus tres hijas y les dijo: —Nunca se olviden de que a su santo hermano, que Dios lo tenga en su gloria, lo secuestraron los terroristas. Solamente nos queda esperar que nos pidan la recompensa.
© David Arce
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