martes, 12 de julio de 2011

Perro negro en Toledo / por David Arce

Toledo es una ciudad que parece transportada de la antigüedad a la era moderna. Tiene sus calles muy estrechas y empedradas. Los edificios muy altos, la mayoría reconstruidos, que en esta corta época de otoño, en que la mayoría de árboles y plantas se apresuran a deshojarse, permiten pasar los rayos solares de una manera muy peculiar. El Alcázar, destruido casi completamente durante la Guerra Civil, sigue imponente como símbolo de poder y de arte. El resto de edificios antiguos se ha convertido en tiendas de espadas antiguas y modernas, artesanía de oro en filigrana, reproducciones de guerreros medievales tamaño natural y con toda la armadura puesta. Además pululan por doquier los restaurantes y cervecerías con Internet incluido.

Apenas al llegar a Madrid me dieron una serie de recomendaciones; entre ellas, me repitieron varias veces, por ningún motivo te acerques a las gitanas, te leen la mano pero te esculcan los bolsillos. Yo no tenía miedo porque andaba sin un céntimo.

Al llegar a Toledo me quedé impresionado por la variedad racial y de idiomas. Entré a la primera pastelería donde vi unos churros riquísimos a través de la vitrina y, venciendo mi timidez, les pedí si podía trabajar durante el otoño a cambio de comida y un lugar donde dormir, que no les haría estorbo.

Y el primer día que llegué a Toledo ya tenía trabajo y la barriga llena. A las dos de la tarde en punto, ante mi asombro, me dijeron, ayúdame a cerrar la puerta que volveremos a abrir a las cinco; tienes tres horas para que pasees.

Y desde allí empecé a caminar y a tomar fotos de la ciudad con la cámara que me prestó Eva. Cruzaba el puente y tenía el tiempo suficiente para subir el cerro de enfrente, donde me sentaba a tomar fotos panorámicas.

Una tarde, caminando distraído, con la cámara encendida en la mano, doblando una esquina, unos ladridos retumbaron en mis oídos. Sobre una verja se asomaban dos ojos amarillos, un hocico y dos patas negras. Le tiré dos magdalenas, unos bizcochuelos que llevaba en los bolsillos, y me alejé apurando el paso pensando en la hermosa foto jamás tomada. Más allá, una gitana fumaba nerviosamente un cigarrillo.

Las demás tardes me dediqué a pasar por el mismo sitio con la secreta esperanza de tomarle una foto al perro negro. Las primeras veces me asustaba con su ladrido atronador. Luego se calmaba cuando le tiraba las dos magdalenas. La gitana seguía fumando sin atreverse a acercarse, tal vez por mi mala cara.

Después de una semana parecía que había un pacto entre el perro negro y yo: a la hora fijada le daba las magdalenas y sin ladrarme me permitía acariciarle la cabeza y mirarle de frente sus ojos amarillos. Pero la foto soñada nunca pude tomársela. La gitana con sus numerosas pulseras y collares me miraba de reojo sin decirme nada mientras aspiraba de su cigarrillo negro.

El dueño de la pastelería me encargó llevar unos panecillos especiales a unos personajes recién llegados, por lo que dejé de visitar al perro negro durante una semana.

Luego volví a pasar por el mismo sitio, pero ya no estaban ni el ladrido atronador, ni sus enormes patas ni sus ojos amarillos. Solamente la gitana, que con los ojos enrojecidos seguía fumando nerviosamente. Al verme se abalanzó sobre mí, llorando y repitiendo muchas veces: yo sé que usted la quería, yo se que usted la quería. Y me inundaba con su vaho mezclado de alcohol y tabaco. Yo aferraba fuertemente la cámara dentro de mi bolsillo. Sígame por favor, me dijo, y yo como un autómata la seguí por las estrechas calles de Toledo sin saber adónde me estaba llevando. Quiero hacerle un regalo porque tal vez nunca más lo vuelva a ver; mi vida corre peligro.

La mataron con mi propia espada de Santiago, me dijo sollozando. Tome, es para usted, me dijo cuando llegamos a una especie de tienda de astrología con cartas, sahumerios y frascos y piedras de colores. Mírela, la degollaron y arrojaron su cabeza delante de mi puerta, me dijo señalándome un gran frasco con la cabeza de la perra negra y sus ojos todavía amarillentos. Tome esta espada de Santiago y llévela con usted, a mí ya no me puede proteger; usted es el elegido. Solamente coloque la espada debajo del colchón donde siempre duerme. Salí con el corazón destrozado arrastrando la espada. A la semana me enteré de que la pobre gitana había muerto quemada en su propia casa. Al parecer un cortocircuito provocó un incendio y no tuvo tiempo para salvarse.

Regresé al Perú con la espada, me casé y tengo tres hijos. Y a veces, como en esta tarde, por ejemplo, saco con nostalgia la espada y la limpio cuidadosamente mientras tomo un té. Y recién ahora, mientras el menor de mis hijos está gateando, me doy cuenta de que junto a la empuñadura dos ojos amarillos me miran tiernamente.

©David Arce

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