jueves, 7 de julio de 2011

El camal del miedo

El camal del miedo David Arce

Dicen que en este hospital donde trabajo vagan ánimas en pena. Yo, como médico y hombre de ciencia, no creo en fantasmas. Sucede que la gente que frecuenta este hospital, e inclusive muchas personas que trabajan aquí son muy supersticiosas. La gente de este suburbio tiene escasa instrucción y acude a este hospital solamente cuando está demasiado grave. El resultado es, que la mayoría sale por la puerta posterior, en sus respectivos ataúdes rumbo al cementerio. Por eso nos llaman “El camal del miedo”.

Como la mayoría de mis colegas no quieren hacer guardias nocturnas, yo prefiero ofrecerme como voluntario y así gano más dinero. En realidad de noche casi no sucede nada en este hospital. Salvo la vez que encontraron muerto a Don Custodio, el guardián. Estaba sentado en su silla, aferrado a su bastón y con su chaleco verde de médico porque le gustaba que los pacientes le dijeran doctor. Y de tanta vida sentado en la puerta de este nosocomio, diagnosticaba desde media cuadra a los enfermos. Los separaba por estado de gravedad y siempre acertaba cuando alguien iba a morir, él decía que el signo de la mosca era infalible. Aquel enfermo que no espantaba las moscas era candidato fijo a salir por la puerta trasera.

Sin embargo nosotros recién nos dimos cuenta de que estaba muerto ya terminada la guardia, muy temprano por la mañana, cuando lo revoloteaba no una, sino muchas moscas. Estaba tan tieso y helado que cuatro técnicos enfermeros tuvieron que cargarlo como si lo llevaran en andas. Y demoraron como cuatro horas en quitarle el bastón.

En la pequeña habitación que usábamos como morgue, al fondo del hospital, lo dejaron sentado porque no lograron acostarlo. Cuando alguien se alegraba de dejarle estirado el brazo o la pierna, no le duraba mucho la alegría, porque todo el cuerpo volvía a su posición inicial. Al final se rindieron y lo dejaron sobre la mesa metálica.
Como no tenía familia, nadie reclamó el cuerpo. A los cuatro días vino gritando, al borde del pánico, la chica de la limpieza y dijo acezando, que apenas lo había rozado por casualidad con el palo de la escoba y el cuerpo sentado de Don Custodio, cayó causando tremendo estropicio, como si se rompiera cada hueso, sobre la mesa de disección. De muerto y acostado parecía más grande. El director del hospital donó el cadáver al anfiteatro de anatomía de la facultad de Medicina.

A los ocho días, al entrar a mi guardia nocturna, escuché la voz de Don Custodio saludándome como siempre: –Buenas noches, doc, que esta sea una guardia tranquila. Buenas noches Don Custodio –le respondí–, notando que tenía manchado de rojo su chaleco verde de médico y en el apuro de firmar el parte de asistencia, seguí de largo. Recién en el cuarto de los guardarropas, sentí el frío helado del convencimiento de que Don Custodio ya estaba muerto. Cuando regresé a mirar quién era el nuevo guardián, la silla estaba vacía.

Pensé que alguien me había gastado una broma y seguí pasando la ronda nocturna. Las enfermeras me dieron el parte sin novedades. La mayoría de pacientes estaban durmiendo en silencio, sin roncar, con el único sonido del caer del goteo del suero. Fue entonces que mis vellos se erizaron. Miré alrededor y no vi nada anormal. Las enfermeras seguían anotando en las historias clínicas y los monitores parpadeaban serpientes verdes.

Una vieja, a quien yo mismo certifiqué su muerte, venía desde el fondo de la sala arrastrando un coche para bebés con las ruedas chirriando. Dentro del coche llevaba dos muñecos de plástico que parecían cobrar vida. ¡Por amor de Dios, cúremelos doctorcito!, –imploró la vieja. Y al ver mi desconcierto, remató: –Y deje de hacerse el vivo, que nadie en este camal está vivo.

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