Sólo se levantaba para jugar a solas algunos de los innumerables juegos que él mismo inventaba. Infundía vida a las cosas inanimadas. Las piedras, según forma y tamaño, eran lagartijas, pacasos, churumbos, o algún simple cololo. El juego más entretenido era el Juego de la Selva, en su pequeño huerto. Allí también podía pasarse horas y horas sin aburrirse, oliendo tal o cual flor. Mirando insectos llenos de polvo amarillo. Esperando que madurasen las guayabas. Siguiendo el discurrir del agua. Tapando o abriendo canales, cuidando que los ríos no desbordaran ni inundaran las casitas de las hormigas. Conocía a cada una de las plantas por su nombre, les hablaba y les hacía lluvia si las veía suficientemente fuertes. Confabulábase con el sol para trazar colores en el aire.
Entre él y el sol existían lazos profundos. Los dos acudían a sus citas matinales. Se levantaba temprano y trepaba el cerro Ñañañique, se sentaba junto a la cruz y esperaba El aire frío de la noche huía espantado ante la revolución de colores que nacía allá lejos en el cielo. Luego bajaba rodando las piedras, rumbo a la cárcel de niños.
La escuela es una cárcel donde maniatan a los niños con cadenas invisibles. No le gustaba la escuela, ni las lecturas obligatorias, ni la inmensa profesora que castigaba sin cesar: ¡Niño, no debes reír! ¡Niño, no debes llorar! ¡No te muevas! ¡No juegues! ¡No te ensucies!…
Fue difícil la lucha con la profesora que triunfó en apariencia: aprendió los buenos modales, a saludar a la vecina y a dejarse besuquear y jalar los cachetes por cualquier señora. Aprendió a no ensuciar su pantalón blanco, a comer con tenedor y cuchillo, a saberse aguantar las ganas de abrazar al mendigo. Aprendió a comportarse como los demás, a vivir una vida llena de mentiras y engaños. Pero al hombre no se la mata así no más.
Cuando falleció su madre, doña Lastenia Morales, se fue secando poco a poco, sin ganas de comer ni de dormir ni de jugar, como si el sol se hubiese oscurecido. La abuela Mercedes creyó conveniente suplicarle a doña Blanca Seminario, la hacendada de Talandracas, que lo cuidara por un tiempo, mientras se recuperara, le dieron un cuarto-para-el-solo y dispuso que el fiel Virgilio cumpliera con las órdenes del curandero.
Una mañana soleada, cuando parecía que se sentía mejor, y sin que nadie lo viera, dejó las sábanas de su cuarto-para-el-solo, cruzó el bosque de algarrobos, llegó descalzo donde los jornaleros y se mezcló y bebió de sus amarguras, veía el rostro pálido de su madre muerta en el rostro de cada uno de ellos.
La fiebre alta no bajaba ni con las pencas de sábila ni con el agua fría de la noria. Allí lo encontró doña Blanca Seminario, la hacendada. Muy buena doña Blanca, recogió al huerfanito, hijo de mala madre al decir de la gente.
Ya curado, doña Blanca lo envió a la ciudad. Allá lo esperaba la soledad absoluta, que ni la Universidad, ni sus estudios de Medicina pudieron neutralizar. Se le torció el cerebro al pobrecito y terminó donde terminan los que piensan como él: en el manicomio.
©David Arce
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