sábado, 9 de julio de 2011

Mi primer amor / por David Arce

A mis cándidos quince años, recién llegado a Lima, una gran ciudad de enormes edificios, amplios jardines y con todas las calles asfaltadas, me pareció que yo era un algarrobo mal trasplantado: nada se podía comparar a mi pequeño pueblo de Chulucanas. Mis padres decidieron que necesitaba instrucción superior para triunfar en la vida.

Sin embargo yo venía con mi maleta-alforja, llena de sueños e ilusiones y el mayor de ellos era encontrar al amor de mi vida.

Ya me había ilusionado con mi profesora de matemáticas, la señorita Juanita, y mis noches de insomnio solo habían sucumbido a la imagen fetichista de sus pies descalzos, entre mis sábanas tristes y mis manos agitadas. Y también me desilusioné de manera fulminante el día en que vi que ella recibía la visita de un chacarero, el viejo Ambrosio, durante el recreo, en el cuartito del tormento, donde la maestra decía que guardaba un esqueleto humano y que encerrarían allí a aquel alumno que se comportara mal. Nunca supe de alguien que sufriera tal castigo.

Mis padres me enviaron donde unos parientes nunca conocidos que, aunque me trataron bien, nunca me sentí cómodo con ellos. Vivía en Miraflores, un distrito de clase alta para esa época, con la mayoría de casas de un solo piso y jardines con muchas flores. Yo salía diariamente a las siete de la mañana para ir a la universidad. Y nunca supe cómo sucedió, pero un día me demoré quince minutos. Salí apurado y tomé el bus amarillo que me dejaba en Quilca, que era el último paradero. Desde allí caminaba hacia Colmena, donde quedaba el local de Ingeniería Industrial de la Villarreal, a cuadra y media de la Plaza Dos de Mayo.

Y desde allí empezó una serie de acontecimientos que parecían hechos a propósito. Me senté en el único asiento vacío junto a una jovencita que apenas me miró y siguió leyendo Siddharta, mi libro favorito, tantas veces leído que hasta podía citar de memoria muchos párrafos enteros. Yo saqué mi librito de Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Y me sentí contento por el placer de compartir lecturas distintas durante un viaje en bus con una muchacha desconocida y simpática.

Como era natural en mí, no me atreví a dirigirle la palabra. Ella se bajó en la avenida Tacna, antes de que el bus doblara por Quilca. Inicialmente quise bajarme detrás de ella pero mi excesiva timidez me lo impidió. Lo sorprendente fue que antes de entrar al local de la universidad me dieron unas ganas irresistibles de entrar a la capilla de la Inmaculada. Solamente entré para rezar un momento y fue que la vi junto al confesionario, que en ese momento se me antojó vacío. Esperé junto a la imagen del Señor Cautivo de Ayabaca hasta que ella recogió sus libros y salió de la capilla. Observé que entró en la Facultad de Derecho y no tuve el coraje suficiente para ver en qué salón estaba.  Crucé la Colmena y me dirigí a mis clases.

Al día siguiente me demoré los quince minutos a propósito, tomé el bus amarillo y, para sorpresa de ambos, el único sitio libre estaba junto a ella, con la diferencia de que esta vez yo llevaba el Demian y ella Poemas humanos. Yo hice como que leía y notaba que me miraba de reojo y después de esperar que yo dijera algo, ella, sonriente, me preguntó: ¿Te gusta Hermann Hesse? Y yo le dije: por supuesto, ¡me encanta!, y desde allí hablamos como descosidos, nadie nos paraba, solamente el tiempo que cada día se hacía más corto.

En la casa de mis parientes me preguntaban que por qué comía menos, que por qué paraba como ensoñando, que me habían escuchado hablar dormido durante las noches. Lo que yo no sabía en ese entonces era que ya estaba completamente enamorado de una chica de quien no conocía ni su nombre ni su casa. Y aprendí a retrasarme quince minutos para vernos en el bus.

La siguiente vez ella me mostró sus poemas, mucho más hermosos de los que hasta entonces había leído, ni qué Neruda, ni qué Vallejo, ni ninguno de mis conocidos: ella era un ángel escribiendo. Los firmaba como Lilith Paradisso. Es así como supe su nombre. También me dio su dirección y me enseñó la puerta de madera color verde de su casa, con paredes de amarillo colonial. Cada día me sentía inmensamente feliz: definitivamente era la mujer ideal, la mujer de mi vida. Y lo sorprendente era que además recibía clases de piano y cantaba como un ruiseñor. Durante las tardes que bajábamos a la playa por el malecón Balta le pedía que me repitiera una canción que compuso para los dos, una canción de amor eterno.

Un día no la encontré en el bus, ni al siguiente. Después de una semana de desesperación, sin dormir ni comer bien, pensando en ella a cada instante, con la zozobra de alguna nefasta noticia, decidí ir a su casa. Rondé durante dos horas antes de decidirme a tocar medrosamente la puerta. Toqué despacio, esperé largo rato y nadie salía. Toqué un poco más fuerte y logré escuchar su caminar inconfundible.
Al verla quise lanzarme a abrazarla, pero algo me detuvo, quizás su mirada de desconcierto. Me miró de pies a cabeza y, con su voz única pero esta vez con tono áspero, me preguntó qué deseaba. Le dije que buscaba a Lilith Paradisso. Abrió los ojos desmesurados, miró a ambos lados de la calle y me dijo que entrara. Con voz suave, como la de Lilith, me susurró: espero que comprendas que no es fácil para mí decirte que no eres el primero a quien mi hermana engaña. Yo soy la verdadera Lilith. Mi pobre hermana se llama Eva y actualmente está en el manicomio; de vez en cuando le dan sus ataques de locura y con mucha pena tenemos que internarla, pero no por mucho tiempo.

No dije nada y salí desconsolado, caminando sin rumbo.

Al día siguiente volví a ver a Lilith, mejor dicho a Eva, sentada en el autobús amarillo, a la misma hora y esta vez con Las desventuras del joven Werther, sonriéndome como cualquier día luminoso, sin ningún indicio de enfermedad mental. Estuve en silencio largo rato y antes de bajarme le dije que el día anterior había estado en su casa y que su hermana me había contado todo.

—No sé qué te habrá contado mi hermanita, pobrecita. Estuvo mucho tiempo internada en un sanatorio y tuve que quedarme a cuidarla durante la semana que falté a la universidad. Somos mellizas.

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