De lo que aconteciole a nuestro valiente hidalgo en las Indias Occidentales (*)
En un lugar de La Plata, donde ha tiempo reinaron enormes mamíferos nunca vistos, de filosos colmillos y fieras fauces, nuestro valiente hidalgo de quien ya todos conocemos sus grandes aventuras narradas por Benengeli en sus dos famosas jornadas, cansado del trashumante viaje ultramarino, sin ver más que agua y agua donde quiera hollase su mirada, trastocado su fiel Rocinante por simples bestias que reventaron en las altas cumbres de los Andes, desgastándose su triste figura al cruzar las lejanas tierras del Virreinato Perú, allende los ultramares, donde el río se torna de Plata, hallóse más cansado que hambriento, tanto que al otear entre los ramajes de unas selvas, no encontró mejor sitio para reposar su cuerpo, que el rellano circular de ruinas ancestrales.
Alguien viole acercarse a las ruinas circulares. Con mucho cuidado y esmero empezose a despojarse del yelmo y del resto de la armadura, de la adarga y de la lanza. Y desde el altar admiró el rostro aguileño del hidalgo, su cabello de nieve, la frente lisa, corva nariz, barbas luengas, bigotes grandes, boca pequeña, dientes ni grandes ni pequeños, con cuerpo de puros huesos, piel lívida y mirada triste.
Don Quijote, al percatarse del extraño rodeado en llamas, temeroso comenzó a decir:
—Conjúrote, fantasma que el fuego no quema, a que me digas quién eres, y que me digas qué es lo que de mí quieres. ¿Acaso eres mago de Persia, bracmán de la India, o ginosofista de la Etiopía? ¿Es acaso vuestro este templo de la inmortalidad que mis pies han osado hollar?
—Señor don Quijote, no tema, yo solo soy alguien que conoce de sus proezas, de sus aventuras y de su fama que ha traspasado el mundo. Jorge Luis Borges me llamo, y le pido a vuestra merced que me acompañe al anfiteatro donde todos los que lo admiramos, sin excepción, lo estamos esperando.
—Aunque no os conozco, amigo —respondió don Quijote—, ni sé quién sois, permitidme preguntaros sobre vuestros extraños poderes de danzar con el fuego. ¡Válgame Dios! ¿No sois acaso Merlín, aquel francés encantador que dicen que fue hijo del diablo?
Y dicho esto, alcanzó a dar cuatro bostezos y cayó como un tronco,
roncando a pierna tendida, toda la noche boca arriba.
Cuando despertó, Borges todavía estaba allí, en el centro del anfiteatro circular.
Y alrededor del templo incendiado, como alumnos taciturnos, fatigaban las gradas todos los personajes de las aventuras de Don Quijote, desde la tierna Dulcinea, el fiel Sancho Panza con los leales Rucio y Rocinante, el Bachiller Sansón Carrasco, el desdichado Basilio, la tal Ana Félix, Cide Halmete Benengeli, y muchos más que no alcanzaría a nombrar. Lo más sorprendente es que hasta el propio Miguel de Cervantes Saavedra parecía un colegial en su primer día de clases mordisqueando una pluma antigua.
Todos se eternizaban observando al atónito Don Quijote, que permanecía como si estuviera a muchos siglos de distancia.
Cuando Don Quijote, con los ojos tiernos y llorosos, se acercó a Borges y lo abrazó como quien abraza a un amigo de muchos años, ya sabía que aquel fuego sagrado era el fuego de la inmortalidad y que ninguno de ellos era de carne y hueso.
Y se repitió lo acontecido desde hace muchos siglos: Don Quijote alargó la mano, tomó una pluma del ave Fénix y, sin el menor remordimiento, en el colmo de las imposturas, empezó a escribir:
En un lugar de La Plata, donde ha tiempo reinaron enormes mamíferos nunca vistos, de filosos colmillos y fieras fauces, nuestro valiente hidalgo de quien ya todos conocemos sus grandes aventuras narradas por Benengeli en sus dos famosas jornadas, cansado del trashumante viaje ultramarino, sin ver más que agua y agua donde quiera hollase su mirada, trastocado su fiel Rocinante por simples bestias que reventaron en las altas cumbres de los Andes, desgastándose su triste figura al cruzar las lejanas tierras del Virreinato Perú, allende los ultramares, donde el río se torna de Plata, hallóse más cansado que hambriento, tanto que al otear entre los ramajes de unas selvas, no encontró mejor sitio para reposar su cuerpo, que el rellano circular de ruinas ancestrales.
(*)Manuscrito encontrado debajo de la estatua del Triunfo de la Fe Victoriosa, aquella giganta de Sevilla, tan valiente y fuerte como hecha de bronce, durante las reparaciones después del terremoto del año 1755, escrito en idioma Send, que por avatares del destino llegó a la biblioteca de un estudioso argentino de los libros sagrados de los Parsis. Apenas traducido al español, se produjo un extraño fenómeno de autocombustión, perdiéndose para siempre el manuscrito con la firma original de Miguel de Cervantes Saavedra.
© David Arce
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