Los treinta y tres nos quedamos atrapados en el fondo de la mina. Fue casualidad que nos reuniéramos a la hora de la comida cuando ocurrió el estruendo del desplome y luego nos invadió la oscuridad total que solamente era rasgada por las luces de nuestros cascos. Los más jóvenes sentimos pánico de morir enterrados y lloramos. Luego nos organizamos y racionamos los pocos alimentos enlatados. La temperatura era tan alta que tuvimos que despojarnos de nuestras ropas y aprovechar las aguas que filtraban a través de las paredes de la mina. Pensábamos que nunca más volveríamos a ver a nuestras familias. Inventamos juegos para matar el tiempo. Esperamos.
El milagro del primer contacto ocurrió a los diecisiete días. Lo sabíamos porque empezamos a rayar las paredes día por día para llevar la cuenta del paso del tiempo. Algunos de nosotros teníamos relojes y eso nos impedía desorientarnos en el tiempo. Ese día escuchamos el golpetear de un martillo. Hicimos silencio y luego nos reímos como locos. Tomamos un papel y escribimos: Estamos bien en el refugio los 33.
Los periodistas entrevistaban a los familiares, les mostraban fotos de los mineros atrapados, los filmaban en esos momen
tos emotivos, cuando derramaban lágrimas, y desde ese campamento en el desierto de Atacama, enviaban a sus respectivos países las noticias frescas. Hasta que llegó el día especial, el 13 de octubre, y, por orden del Presidente, descendió el primer rescatista hasta el fondo de la mina y luego la cápsula Fénix sacó consigo uno por uno a los mineros, pertrechados con uniformes que nunca usamos cuando estamos en la
mina y con lentes oscuros para no deslumbrarnos ante los flashes de la prensa mundial. Todo el día demoró nuestro rescate. Nos llevaron a clínicas limpias y hasta los dientes nos examinaron.
Aunque en el fondo, muy en el fondo, creemos que no somos solamente treinta y tres los mineros que quedamos atrapados; creemos que todavía hay muchos más bajo tierra, tanto en Chile como en el resto del mundo. Y los que escribimos esta nota, como si fuera una botella al mar, todavía permanecemos encerrados en el peor de los encierros: el del anonimato y la indiferencia de los demás.A todos nos han hecho muchas ofertas y regalos, aparatos tecnológicos de punta, GPS, teléfonos satelitales, ordenadores portátiles, viajes a Florencia, estudios de por vida para nuestros hijos y nos han dicho que saldremos en el libro Guinness de récords. Nos hemos alegrado con cada abrazo y conmocionado por haber resucitado
Aunque tenemos la secreta esperanza de que esta nota llegará a tus oídos.
©David Arce
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