sábado, 9 de julio de 2011

El vendedor de sebo de culebras / por David Arce

Doralisa Seminario se paró junto al corro de curiosos que rodeaba al vendedor de sebo de culebras, en la puerta del recién inaugurado Mercado Modelo de Chulucanas. Apenas tenía doce años y llevaba puesto su largo camisón hecho con tela de saquillo de yute, todavía con las letras descoloridas que alguien con buena vista pudiera ponerse a leer y saber que era de azúcar, azúcar rubia extraída de la hacienda Yapatera. Tenía el cabello recogido con una pita de cáñamo blanco y guardaba la esperanza de ver de cerca al extraño vendedor de sebo de culebras que cada domingo iba a mostrar las novedades de las curaciones milagrosas. Nadie sabía que no llevaba ropa interior y, esta vez calzaba las sandalias prestadas de su hermana Micaela, sobrándole los dedos aun a fuerza de encogerlos.

El vendedor de sebo de culebras era experto en el arte de usar la palabra para ir hipnotizando a la gente hasta venderles una infinidad de objetos inútiles a quienes en ese momento les parecían completamente indispensables, pero cuando llegaban a sus casas no sabían qué hacer con ellos, dejándolos por cualquier lado, descubriendo que ya tenían lo mismo, de alguna vez anterior, extrañados por no recordar haberlos comprado.

Doralisa Seminario no se dio cuenta de en qué momento las palabras del vendedor de sebo de culebras se deslizaron suavemente por sus oídos, reptaron hasta sus sesos y vibraron lentamente hasta dejarlos aguachentos como panza de lagartija al sol; solamente sentía que el corazón hacía burbujas en la boca del estómago y la imagen nítida del vendedor de sebo de culebras la perseguía por todos lados por el resto de la semana. Le gustaba la forma en que hablaba, su boca perfecta, sus labios rojos, sus dientes blanquísimos, la forma en que movía las manos, cómo dosificaba las palabras para mantener la atención de la gente y, lo más hermoso, las miradas que le dirigía cada domingo cuando ella se abría paso entre la multitud para sentarse en primera fila, haciéndose la promesa de ponerle Domingo al primer hijo que tuviera.

Ese domingo vio una caja diferente, tapada con una tela negra, misteriosa. Y desde el comienzo, la gente ya había sido avisada que adentro había un animal nunca antes visto en Chulucanas. Y cada vez que esto era dicho todos se retiraban asustados y así, hasta que se olvidaban y nuevamente se acercaban a la caja negra, sin darse cuenta.

Doralisa Seminario ya se conocía el ritual de memoria: el vendedor de sebo de culebras venía con un triciclo y varias cajas. Un maletín se convertía en una pequeña mesa de patas plegables como acordeón, la cubría con una franela verde y colocaba encima los innumerables frasquitos de remedios que curaban de todo. Bajaba las cajas y las colocaba sobre la tierra. Todas tenían huecos y se podía ver las culebras que dormían de aburrimiento. Entonces empezaba a hablar solo y los primeros niños se acercaban. Luego los campesinos, con sus alforjas sobre el hombro y con la lista de compras en la mano, lo miraban intrigados. Alguno que otro estibador descansaba de su arduo trabajo. Las mujeres calmaban a los churres asustándolos con las culebras. Entonces, el vendedor sacaba algunas chucherías y empezaba a repartirlas, asegurando que las estaba regalando y que no se fuera nadie porque para todos había. Entonces era que despertaba a una de esas culebras gordas, la sacaba de la caja entre gritos ahogados de susto y admiración y se la enroscaba en el cuello para seguir hablando mientras la culebra seguía durmiendo.

La caja permanecía cubierta por el trapo negro y la gente se arremolinaba alrededor del vendedor de sebo de culebras. Doralisa Seminario recordaba los domingos anteriores, aquel domingo cuando se quedó con la boca abierta al mirar esa planta carnívora derramando miel y comiéndose todas las moscas que se acercaban, hasta que al final la planta murió de empacho ante el suspiro de tanta gente. Y aquel otro cuando mezcló dos aguas y se pusieron rojas como la sangre y, para finalizar el acto, la mezcló con el remedio milagroso y volvió a ponerse el agua cristalina, así decía que el medicamento purificaba la sangre. Y el domingo aquel en que llegó armado de retortas y alambiques de vidrio, pidiendo una jarra de chicha, prendiendo un primus, mientras la gente se quedaba con la boca abierta probando el mejor aguardiente de sus vidas.

El vendedor de sebo de culebras siempre traía un atractivo extra, pero lo que más le interesaba era vender el sebo de culebras y de macanches. Pedía siempre un voluntario, le untaba toda la espalda y recogía un balde entero de agua de los pulmones del pobre hombre, que se compraba veinte latitas del linimento milagroso.

Ese domingo era diferente: traía un animal nunca visto en Chulucanas, encerrado en una caja misteriosa. Todavía me quedan diez latitas del ungüento milagroso que te va a quitar el agua de los pulmones, te va a arreglar el malestar del reumatismo, te va a curar esa bronquitis crónica. Le untas un poquito a tu bebito, a tu madrecita querida o a los ancianitos y adiós malestares e hinchazones. Aprovecha que esta oferta es para hoy, mañana nunca se sabe, porque dentro de unos minutos les mostraré un animal que nunca han visto en Chulucanas.

—¿Alguien por allí dijo yo? Muy bien, el señor del sombrero quiere una más. ¿Alguien más? Muy bien, el señor del fondo; espéreme que ya le alcanzo…

Ese domingo Doralisa Seminario vio en cámara lenta cómo el vendedor de sebo de culebras caminaba despacio hasta donde estaba la caja, jaló despacio la tela negra, y dejó al descubierto un simple pacazo, una iguana común y corriente. Aunque mirándolo bien no era un pacazo común y corriente: este tenía la cabeza más grande, como una caparazón, los ojos terminados en conos se movían independientemente uno del otro, parecía virolo con anteojos, los bracitos delgados con dedos como de humanos, y una cola larga parecida a la de un mono. El vendedor de sebo de culebras dijo: «traigan esas hojas de plátanos». Puso el animal encima de las hojas y todo el mundo fue testigo de su desaparición en segundos. Se hizo invisible delante de los ojos de todos, dejando para la imaginación unos pequeños ojos que miraban para diferentes lados.

—Lo que ustedes están viendo, señores y señoras, es un camaleón, el único animal capaz de camuflarse con lo que lo rodea. Traigan esa franela amarilla y miren, cuenten hasta tres y ¡abracadabra!: ya no está. A ver, la señora, que se saque la chompa azul, no se preocupe que no la va a ensuciar, gracias, ya vieron: desapareció el animal—. Siguió probando con todos los colores y rápidamente el animal desaparecía. Pero cuando alguien le alcanzó una franela roja, el animal pujó, resopló, cambió todos los colores, pero no pudo camuflarse; solamente cambió a un insignificante rojo tipo sanguaza. Y se le veían claritos los ojos rosados, los bracitos, la cabeza y la cola prensil, todo de un color rojo ladrillo, pero nunca el color rojo sangre de la franela.

Toda la gente quedó con la boca abierta y la abrieron más cuando, no se supo de dónde, el animal sacó una lengua azul, delgada como una espada larga y atrapó una mariposa amarilla que sobrevolaba a dos metros de distancia. Eso, en menos de un segundo, que si alguien hubiera parpadeado, no se habría percatado. Pero como en el mercado abundaban las moscas, el camaleón empezó a demostrar su destreza para cazarlas y todos quedaron maravillados ante ese extraño animal. Lanzaron una carcajada cuando el camaleón, lleno de tanta mosca, lanzó un eructo y se echó a dormir, olvidándose de los colores, quedando de un gris simple y anodino como la tierra, donde se quedó panza arriba. En ese momento, Doralisa Seminario sintió correr un líquido caliente entre sus piernas.

Ese domingo, el vendedor de sebo de culebras vendió todos los frasquitos con el linimento que curaba de todo, a los cuales les había pegado una etiqueta con el nombre «Panacea». Además vendió 184 seguros, esos frasquitos alargados, con dos tapas de goma en los extremos y llenos de agua bendita con huairuros y demás chaquiras para contrarrestar la mala suerte y conservar la salud atrayendo el dinero y el amor.

El corro se iba desbaratando de a pocos y no quedó nadie más que el vendedor de sebo de culebras con Doralisa Seminario embobada, soñando despierta, olvidándose de las advertencias de su abuela muerta que le decía en varios tonos: «Déjate de ensoñaciones, que pasas todos los días como si estuvieras viviendo las vidas de otros, y vive la vida real, que es más bonita». —Ayúdame a recoger las cosas —la despertó el vendedor de sebo de culebras—. Y ella, como movida por un resorte, plegó las patas de la mesa y la convirtió en maletín y la colocó sobre el triciclo donde ya estaban las demás cosas. El vendedor de sebo de culebras se había dado cuenta de que le había venido la regla y la subió en el triciclo para que fuera sentada.

Cruzaron el barrio del Alto de la Paloma, siguieron por el barrio de la cancha del Monteverde, tocaron una puerta, donde dejaron que les guardaran de favor las cajas más grandes, las de las culebras. La del camaleón no, porque ese animal era prestado. Siguieron caminando y, para quitarle el miedo, que no tenía, él iba contándole las características del camaleón, su alimentación, su reproducción y cualquier cosa que en ese momento inventaba. Prosiguieron su camino por la chacra de los Raffo y al atardecer llegaron a una casa de quincha por el barrio de Lagunas. Doralisa sintió un frío extraño que le recorría el espinazo cuando el vendedor de sebo de culebras metió la mano por arriba de la puerta, jaló el picaporte, y le dijo con su voz hipnotizadora: «entra y deja el animal en el otro cuarto». En la oscuridad tropezó con una lata cuyo sonido quedó tintineando en su pecho a paso acelerado. No se percató de que había dejado la caja abierta sobre el suelo y que ya el camaleón había empezado a mover los ojos en forma no sincronizada.

Y allí se quedó una semana, después de que el vendedor de sebo de culebras desechó un leve remordimiento que cruzó rojo por su mente y las recomendaciones de alguien muy lejano de no tocar a mujer con sangre, la hizo su mujer durante siete noches y siete días seguidos, que solamente eran interrumpidos para traer algo de comer tarde en la noche. Al séptimo día, el vendedor de sebo de culebras, asustado, se acordó del camaleón.

—¡Chucha! —dijo. Cuando encontró la caja, estaba vacía, miró para todos lados y no encontró al animal.

Recién al día siguiente encontraron al camaleón bebiendo de las humedades de la sábana colorada, luchando por ponerse rojo, sin conseguirlo.

Doralisa Seminario, volvió a ser mujer por una noche más y, temprano por la mañana, entre las nubes de su sueño, lo escuchó decir por primera vez:

—Me voy pa’ Huancabamba a traer mercadería.

Y el vendedor de sebo de culebras no regresó hasta cuando Domingo Seminario tuvo ocho meses y se arrastraba jugando por el suelo.

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