martes, 12 de julio de 2011

El pueblo dorado / por David Arce

Yo me llamo Dionisia Choropampa. Soy la más vieja del pueblo y soy enfermera. Aquí he nacido, aquí he crecido y aquí he regresado para cuidar a mis paisanos en la posta del pueblo. Por eso me extraña que después de tantos años de visitar casa por casa a mis vecinos, aplicando vacunas a los más pequeños, enseñando a lavarse las manos y ayudando a construir letrinas, ahora me salen todos con que nadie me quiere ni saludar.

Primero fue el señor alcalde, que me lo encontré de frente, cuando se dirigía a su chacra montando su bestia, y ni decir que no me vio; nos cruzamos cara a cara en el camino. Lo vi pálido. Pensé que continuaba con vómitos.

Luego fue el panadero de la esquina, que apenas me vio volteó la cabeza y no quiso saludarme. Cogió su canasta de panes y siguió su camino sin hacer caso a mi llamado.

Más tarde pasó la lechera cargando sus porongos y, saltándose mi casa, siguió repartiendo la leche, sin mirarme siquiera.

Yo entonces me molesté y fui a tocar la puerta de mi vecina Rosaura para preguntarle por qué la gente a quien yo misma atendí después del derramamiento de mercurio ahora no quería hablarme ni decirme nada.

Pero estuve tocando la puerta por las puras. Solamente los perros salían a ladrarme.

Me di cuenta de que era domingo y pensé que toda la gente estaba en la iglesia. Y caminando para la iglesia recordé la vez cuando el señor alcalde llegó pálido y con vómitos incontenibles a la posta. Luego fueron llegando uno por uno todos los pobladores; algunos niños no pudieron llegar y murieron en el camino. Yo misma les coloqué el suero y pedí ayuda por telégrafo al médico de Cajamarca. Todos los pacientes me dijeron que habían recogido el mercurio derramado por la compañía minera y que los niños jugaban con el metal líquido entre las manos, que parecía como gusanos de plata. Otros decían que lo pasaban de mano en mano, asombrándose de que pesara más que el agua misma. La única que no tocó el mercurio fui yo.

Pero creo que de nada me sirvió, porque con tanto paciente mis manos se volvieron de plata y

hasta mi alianza de oro se volvió blanca. Fue muy difícil. Muchos se morían en mi delante, como pajaritos. Y yo sin poder hacer nada. A las dos semanas recién llegaron los médicos de Cajamarca con escafandras, guantes, y numerosas ambulancias. La compañía minera envió equipos especiales para recoger los restos de mercurio. Para esa fecha ya todos habíamos enfermado, muchos padecían convulsiones incontrolables y era muy penoso mirarlos.

De camino a la iglesia me encontré con un parvulito gateando en la tierra y al ver que nadie lo cuidaba me acerqué a cargarlo. Al mirarle la carita me percaté de que se parecía mucho al primer niño que murió en la época del derramamiento de mercurio.

Miré el cielo azul, los campos secos, las casas decrépitas con las puertas abiertas, las calles desiertas con los perros flacos ladrando al aire y en ese preciso instante tuve la certeza de que este pueblo dorado ya no existía más. Todos estábamos muertos. Y yo no era nada más que una de las tantas ánimas en pena.

©David Arce

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