¡Que la divina providencia lo proteja mi buen doctor! —exclamó entrando apurada, echándose aire con una mano regordeta mientras con el otro brazo, a duras penas, sostenía un cachorro macilento que destilaba secreciones por todo el consultorio.
Yo estaba al teléfono preguntándole al fontanero cuánto me costaría arreglar el flotador del excusado.
¡Estimado doctor! He venido preguntando por usted y me han dicho que es el único que puede salvármelo, —volvió a gritar enrojecida, faltándole el aliento, depositando su cachorro sobre el escritorio.
Afuera, los curiosos se doblaban de la risa. Había apostado con ellos, que después de mi primer cliente les invitaría cerveza para todos.
Avergonzado, limpiando las babas y otras mucosidades del perro, deshaciéndome en múltiples(c) David Arce
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