Doce pisos forcejearon los especialistas en cargar pianos, y al final el Pleyel llegó sin ningún rasguño al estudio, donde fue colocado en el sitio más iluminado. La maestra, contenta, les invitó un vaso de refresco helado a cada uno, que sudorosos se lo tomaron de buena gana, pero entre ellos dijeron que mejor hubiera sido una buena cerveza helada.
Respirando hondo, el vecino del piso de abajo había estado observando todo con el corazón en la mano. No sabía que aquellos obreros eran especialistas en cargar pianos. Pero lo que lo mantuvo en vilo todo el tiempo eran los contorneos y vaivenes de cintura de la dueña del piano que tarareaba una vieja canción popular mientras daba órdenes a los cargadores.
Mil horas estuvo esperando el vecino del piso de abajo para animarse a dirigirle la palabra a la maestra de piano. Muchas veces se detenía frente a su puerta, alzaba la mano para tocar y dudaba, se retiraba jurando que la próxima vez sí le hablaría. Pero parecía que el destino se confabulaba, pues casi treinta días después encontró varios carteles por todo el edificio: Se dan Clases de Piano.
Fácilmente aprendía el nuevo alumno la diferencia de corcheas y semicorcheas, el sostenido y el bemol, el doble sostenido y doble bemol, el becuadro, las llaves de Sol y del Corazón. El amor que sentía por ella era tanto que estudiaba hasta por demás, adelantando lecciones y averiguando acerca de la vida de músicos famosos.
Solo, en la soledad de sus noches, buscaba la forma de declararle su amor, de decirle que estaba aprendiendo piano por el puro gusto de estar a su lado, aspirar el aroma de su aliento, esperar el roce eléctrico de su piel, decirle que llegaba al éxtasis cuando tocaban a cuatro manos y las entrecruzaban, que todo lo que hacía tenía la marca de fuego de su nombre, maestra de piano.
La maestra abrió sus grandes ojos verdes, miró fijamente en los negros de él y dijo: —Ugsté es un buen alumnó, me cae muy bieeeen, le pidó pog favóg que sea pacienteeé, le dagé mi gespuestá en apenas trrreeegsss diás. Y cerró la puerta tras ella. El vecino del piso de abajo no pudo dormir ninguno de los tres días, que más parecieron tres años.
Si el vecino del piso de abajo hubiera visto a través de la puerta, se habría asombrado viendo a la maestra de piano dar los saltitos más alegres de toda su vida, diciendo: —¡Lo logrré, lo logrré! Grraciás San Antonió. Apagó la velita misionera y colocó en su altar al pobre San Antonio que había estado de cabeza tres meses. A los treinta días se casaron por la iglesia.
Do, re, mi, fa, sol, la, si, practicaba, solfeando un niño de ojos negros, el único alumno de la maestra de piano. Como buen soñador imaginaba que su maestra algún día dejaría de ponerle velitas misioneras al santo boca abajo. El niño despertó, pensó en los desencuentros que jugaba el tiempo, tomó el último sueño y como un papel arrugado guardó el acróstico en el bolsillo.
© David Arce
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