martes, 12 de julio de 2011

El sudor del Sol / por David Arce

Las estrellas giraban en el cielo mientras una tímida luna creciente se avizoraba en el horizonte. El aire frío de la sierra inflaba menos los pulmones de Francisco a medida que la soga continuaba apretando su pescuezo. Entonces, ante la inminencia de la muerte, tuvo la certeza de que se cumplirían todas las desgracias profetizadas por el Willaq Uma de Pachacamac.

La soga ya le raspaba el cuello, pero todavía podía respirar.

Al principio se negó a creer que sucederían una a una todas las desgracias, pensó que eran estratagemas del sumo sacerdote, a quien consideraba partidario de su hermano Huáscar. Luego de tanto escuchar aquella lengua extraña aprendió a descubrir las intrigas mientras él simulaba jugar con la taptana, enviando mensajes a su hueste leal ordenando que escondieran todos los tesoros en los cuatro confines del imperio.

Los latidos del corazón ahora los sentía en los costados de la frente.

Aquel brillo de codicia en los ojos de los barbudos extranjeros no engañaba a nadie y se preguntó cómo es que fue capaz de ignorar las profecías del sumo sacerdote de Pachacamac. Nada era comparado al dolor de ver aquellas ofrendas doradas y plateadas que con tanto cariño y devoción dedicaron al Dios de la luz, convertirse nuevamente en el sudor del sol y de la luna fundidos en aquellas guayras, en la plaza de Cajamarca.

Logró aspirar una gran cantidad de aire mientras la soga apretaba más.

Para ganar tiempo jugó su última carta, hasta donde alcanzaría su mano, les daría un cuarto lleno de oro y dos de plata, y se hizo como que no se dio cuenta cuando los tesoros, que estaban por alcanzar varias veces la línea trazada en el muro, disminuían al siguiente día. Entonces ordenó destruir todo vestigio de escritura.

Se asombró de cuánto tiempo un hombre puede dejar salir el aire suavemente.

El cura Valverde instigó para que lo acusaran de idolatría, de escupir la Biblia, de blasfemar contra Dios, de matar a su hermano Huáscar, de incesto por casarse con su hermana, de poseer innumerables mujeres para su servicio carnal, y sobre todo porque el precioso metal ya no manaba en abundancia, por lo tanto, lo estaba escondiendo.

Logró tragar saliva antes de que se cerrara completamente su garganta.

Cuando se enteró de que la sentencia era morir quemado vivo delante de toda su gente, un pavor inmenso se apoderó de él: con el cuerpo en cenizas ya nunca tendría el privilegio de unirse a sus ancestros en el Hananpacha. Entonces a último momento, perdida la cau

sa, el último inca decidió cristianizarse con el nombre de Francisco.

Decidió no patalear, ni moverse, solamente fulminó a sus jueces con la mirada.

El garrote le permitió morir con orgullo, mirar las estrellas, la luna creciente y dejar de respirar el aire frío de la cordillera. Moría feliz por haber impedido que aquellos wiracochas secaran para siempre el sudor del sol. Al tercer día no encontraron su cadáver, solamente una escultura de tamaño natural en un tipo de oro que aquellos extranjeros nunca pudieron fundir.

©David Arce

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