lunes, 7 de noviembre de 2011

El retorno de los Domingos / por David Arce


Aunque en realidad nadie vio a los seis hermanos Domingo, —aquella tarde de sol ardiente, aire detenido y silencio espeso—, caminar lento, vestidos como limeños, como si fueran extranjeros, por la antigua calle Huánuco que conducía hasta el Estadio Miguel García Esteves, yendo al cementerio de la Divina Misericordia de Chulucanas y aunque las puertas de las casas se mantuvieran abiertas, los dueños durmiendo en las hamacas y los perros viringos bostezando a la sombra de los algarrobos, Matilde Coco se dio maña para divulgar a medio mundo que los seis hermanos Domingo Seminario habían regresado a Chulucanas la víspera del día de Todos los Santos. Fíjate comadrita, parece como si nunca hubieran nacido aquí, ya no hablan cantando, parece que fueran de Lima, y tres de ellos hasta hablan como si fueran gringos, más bien el menor habla como el chino negro. ¡Ay! Y ahora qué irán a decir cuando se enteren de que la María Candela, su cuñada, es puta, y encima, la casa que con sus propias manos construyó su difunto hermano, Domingo Seminario, que Diosito lo tenga en su santa gloria —persignándose—, ahora salgan enterándose de que es un prostíbulo famoso.

El mismo día antes de dirigirse al cementerio, los seis hermanos llegaron por la madrugada a la Casa de los Cachorros, abrazaron tiernamente a María Candela, y con una sola mirada alrededor se dieron cuenta del nuevo negocio de la casa-huerta de su difunto hermano. Ninguno de ellos le reclamó nada. Y ella toda avergonzada les decía a las moradoras que despidieran a los clientes y que dispusieran seis de las habitaciones para los señores y siéntanse cómodos, están en su casa, pueden bañarse allá en ese cuartito de tablas, jalan una pita y cae un chorro de agua desde un cilindro que está arriba de esos horcones. El menor de los Domingos, el que hablaba como el chino negro, le dijo, no tengas vergüenza María Candela, todos nosotros conocemos por todo lo que has pasado y a lo que te estás dedicando y eso no quita que sigas siendo nuestra cuñada y que te sigamos queriendo. Los demás hermanos asentían a todo lo que decía el menor. Hemos viajado desde muy lejos y nos da mucho gusto regresar después de ocho años al pueblo que nos vio nacer. Si supieras las proezas que tengo que hacer para agenciarme los ingredientes para preparar un rico cebiche en Madrid, allá al culantro le dicen cilantro, no tienen cebollas criollas, solamente unas blancas enormes, no tienen nuestra variedad de ajíes, apenas tienen unos que pican un poquito que les dicen guindillas y encima los venden secos, a las papas, patatas, y ninguna de las cosas tiene el sabor de nuestra tierra. ¡Ah! Me olvidaba, nosotros no vivimos juntos, Domingo, mejor dicho mi segundo hermano, vive al otro lado del mundo, en una ciudad llamada Sidney, el tercero vive en Nueva York, el cuarto vive en Moscú, el quinto vive en Pretoria, al sur de África y si no te has dado cuenta nuestro hermanito menor vive en Kobe, una ciudad de Japón. Todos estamos solteros, todavía. Y aunque vivimos lejos, nos escribimos y nos hemos puesto de acuerdo para visitar las tumbas de nuestra madre Doralisa Seminario y de nuestro hermano Domingo y para realizar planes para hacerles un mausoleo, aunque sabemos que con los trámites burocráticos eso de desenterrarlos y volverlos a enterrar demorará demasiado. María Candela no les dijo nada y apuntó sus direcciones para escribirles alguna carta.

Dicen que locos de furia han derrumbado toda la Casa de los Cachorros, que no han dejado piedra sobre piedra, mejor dicho adobe sobre adobe, que han sacado calatas a todas las moradoras y que entre todos los hermanos les han propinado tremenda paliza a los clientes que se quedaron durmiendo la borrachera. Y a la pobre María Candela la han llevado al río y la han montado sobre un burro en dirección a Piura. Dicen que a todos los hermanos les salían chispas por los ojos, y que han prendido fuego a toda la casa. Menos mal que no ha muerto ningún cristiano y los policías dicen que no quieren ni meterse porque tienen miedo de que les incendien su comisaría. Cómo será comadrita, la gente dice tantas cosas que por algo las dice, lo que es yo, no agrego ni quito nada. Dicen que todos los hermanos están viviendo en Lima.

Los seis Domingos se persignaron a la entrada del cementerio de la Divina Misericordia y entre tantos Cuarteles llenos de nichos que parecían colmenas de cemento y que habían brotado como mala hierba no supieron cómo encontrar la tumba de su madre ni la de su hermano, que en realidad estaban juntas. El menor dijo allá donde está la fosa común, dieciocho pasos a la derecha, allí están las tumbas. Realizaron el recorrido indicado sin resultados, hasta que a aquel venido de Pretoria se le ocurrió preguntarle al cuidador del cementerio.

El viejecito, caminando lento, los llevó nuevamente cerca a la entrada del cementerio junto a la tumba de la Turquita y les señaló un hermoso mausoleo, donde estaba esculpida, en una sola pieza de mármol de Carrara, una réplica casi exacta de La Piedad, de Miguel Ángel, con la diferencia de que la cara de la virgen era idéntica a la de Doralisa Seminario y el Cristo representado era la imagen eterna de su hermano mayor. Y en una cinta que cruzaba el pecho de la Virgen, podía leerse: «Eugenio Primero, hijo del sol, lo hizo». Los seis hermanos prorrumpieron en llanto incontenible. El anciano al escuchar la forma de hablar de los extraños y ver la ropa fina que ostentaban, pensando en ganarse una propina, les dijo: Doña María Candela mandó construir este mausoleo, es el más bonito de Chulucanas, y yo me encargo de mantenerlo limpio y de cambiarle las flores todos los días.

Ahora resulta que era mentira que habían quemado la Casa de los Cachorros. Dicen que María Candela regresó y convenció a los pobres muchachos aprovechando a las pespitas de las moradoras que tiene como empleadas. Creo que los embrujó, seguro que les dio de beber chicha con muñeco. Dicen que los alojó en la misma casa que construyó el difunto y que cada día les enviaba una moradora diferente para que durmiera con ellos. Contrataron durante cuatro días a Osquitar el guitarrista jorobado, hicieron bajar las banderas blancas a todos los chicheríos de Chulucanas y ni siquiera quedó el rico clarito. Al final, solteros que llegaron, cada uno se llevó a una moradora para casarse con ella, completamente enamorados. El día primero de noviembre, Día de Todos los Santos, no dejaron ningún angelito en la panadería de Digna Albán ni en la de Manongo Esteves, y pareciera que también anduvieron por Huancabamba o por Ayabaca, porque desde allá trajeron bocadillos, tapas de membrillo, alfeñiques, gofios, bombas, turrones y toda clase de pasteles pequeñitos para regalarles a los niños.

El día de Todos los Santos los seis Domingos recorrieron las polvorientas calles de Chulucanas mirando las mesas delante de las casas, cubiertas con mantel blanco y con todos los pastelitos del mundo en miniatura, dispuestos para que los niños los tomaran gratis. Recordaron su niñez, cuando caminaban buscando las casas donde había muerto un parvulito, iban premunidos de sus bolsas para competir quién juntaba más angelitos, como les llamaban a aquellos dulces en miniatura. Luego iban a la salida para Yapatera y cerca a la calle que llevaba al cementerio miraban bajar de las carretas a aquellas madres de luto provenientes del campo para llenar el cementerio durante las velaciones de Todos los Santos, y que buscaban entre todos los niños que, sentados sin hacer ruido, con la cara más triste, peinados con goma de zapote, lustrada la camisa y con los pies limpios, esperaban que aquellas madres huérfanas los escogieran y colmaran de regalos. Las madres sustitutas por un día acariciaban la cabeza de aquel niño que se parecía en edad y en carita al parvulito muerto, tendían un mantel blanco y extendían los angelitos compartiendo miel de palo y los dulces mientras como una letanía les iban hablando y reclamando, como si estuvieran vivos aquellos hijos que perdieron. Estas escenas se repetían en casi todo el cementerio. Domingo Seminario se burló de su hermanito menor cuando fue escogido por una señora muy vieja llegada de Yamango y que parecía que hablaba quechua. Al final el hermano menor regresó a su casa con cuatro alforjas de angelitos.

Esa misma noche, los seis hermanos se confundieron entre todos los concurrentes al cementerio, olieron los aromas de las comidas que las vivanderas agitaban al paso de los transeúntes, compraron velas, coronas, y se pasaron toda la noche velando delante del mausoleo de su madre y de su hermano.

Al día siguiente, dos de noviembre, Día de los Muertos, María Candela los esperó con un suculento desayuno y pan de roscas de muerto engarzadas en cañas de azúcar. Y finalmente, al cuarto día se despidieron de María Candela, cada uno con su nuevo amor, con la esperanza de regresar juntos para las siguientes velaciones.


©David Arce




El retrato de mamá / por David Arce

— ¡No me gusta que me engañes! —reclamó Papucho—. No hay ningún pececito de colores.

—Nunca te he engañado, Papucho, te juro que en este río había muchos peces de todos los colores —dijo el hermanito mayor—. Ya te dije que había amarillos como el sol, azules como el cielo, verdes como las plantas, rojos como los labios de mamá…

—Y como su salivita de Mamita —interrumpió Papucho.

—Ahora está todo contaminado; mejor vamos a chupar las hojas gordas de esas plantas junto al cerrito rojo.

—Rojo como la salivita de Mamita —volvió a decir Papucho.

—Mira, Papucho, en esta tabla y con estas tierritas de colores vamos a dibujar la cara de Mamita.

—Yo quiero pintar primero sus labios rojos, como su salivita —dijo alegrándose Papucho.

—Y yo sus párpados moraditos que tanto me gustaban —señaló el hermanito mayor mezclando las tierras.

—Estaba pálida la última vez que la vimos. ¿Le pintamos la cara de blanco? —preguntó Papucho, sabio en colores, insuflando el pecho.

—Mira, así tenía su cuello largo, largo, y le gustaba su vestido azul, rojo y negro.

— ¿Y qué hacemos con esta tierra amarilla? —preguntó Papucho.

— ¡Se la pintamos alrededor de toda su cara, para que resplandezca como el sol! —agregó el hermanito mayor.

— ¿La cargamos hasta el mar? —preguntó Papucho, tratando de levantar la tabla.

—No, Papucho; esta tabla la dejamos acá. Ya nos falta poco. Nunca te olvides de que Mamita está aquí adentrito de nuestros corazones y ya te he dicho muchas veces que cuando quieras volver a verla, basta con cerrar los ojos y la verás resplandecer dándote un beso en la frente.

© David Arce

Retrato de Elvira Miró Quesada, 1954 por Sérvulo Gutierrez

viernes, 4 de noviembre de 2011

No te olvides del Mantaro / por David Arce

—Bájate un ratito, Papucho, y descansemos bajo este árbol —dijo el hermanito mayor.

— ¡Tengo sed! —exclamó Papucho.

—Espérate que ya estamos cerca del río.

— ¿Así como el Mantaro que contaba Mamita? —preguntó Papucho.

—No, más chiquito. El Mantaro es un río grande, así de grande —dijo el hermanito mayor extendiendo ambos brazos, como queriendo abarcar algo enorme.

—Cuéntame del Mantaro —pidió Papucho, apartando unas hojas secas, haciendo un claro para sentarse en el suelo.

—Cuando Mamita terminó de regalar el pan se quedó sentada junto a la ventanilla y el tronar del tren le indicó que estaba partiendo. Entonces vio cómo se iban haciendo chiquitas las casas del pueblo, y las chacras se veían como dibujadas con diferentes colores de verde, así como te he enseñado que son el cuadrado, el triángulo y el rectángulo, así se veían las chacras. Luego todo se hizo oscuro y es que el tren entra por en medio de la montaña, los Andes. No te olvides, Papucho: así se llaman esos cerros que son de pura piedra.

—¿Y cómo es que pueden entrar por allí? ¿Acaso tienen huecos? —preguntó Papucho.

—No, es que la gente, mucha gente empezó a hacer un paso para el tren a través de la montaña. Eso se llama túnel. Y cuando terminaron de pasar el túnel, Mamita miró con emoción las hermosas retamas amarilleando en flor y las rojas cantutas. No te olvides, Papucho, de que la cantuta es la flor nacional del Perú. Las nubes se coloreaban de sol de la tarde y, a través de la ventana llenita de gotas de lluvia, Mamita vio un árbol de capulí y se quedó dormida. Me dijo que esa tarde tuvo un sueño en el que soñó con nosotros.

© David Arce

Foto: Eva Lewitus

martes, 1 de noviembre de 2011

CARTA ABIERTA / por José Luis Yamunaqué

CERÁMICA DE CHULUCANAS

Necesaria revalorización y difusión

Sr. Martin G. Azabache Villavicencio.

Director Ejecutivo de CITE cerámica.

Estimado Señor:

En mi reciente visita que realicé al Centro de Innovación Tecnológica de la Cerámica (CITE) tuve la oportunidad de conversar con Ud., brevemente, acerca de los nuevos proyectos del CITE cerámica en bien del desarrollo de la cerámica de Chulucanas.

Al respecto le manifestaré que siempre me he mantenido informado a través de la prensa, por amigos y por mis visitas personales a mi querida tierra. Razón por la cual me atrevo hacer el siguiente comentario como ceramista instructor:

1.- Es lamentable que a pesar de haber transcurrido 30 años de una constante producción artesanal y demanda internacional de su cerámica los artesanos continúan viviendo en un estado crítico de pobreza.

2.- Los bajísimos precios de sus actuales trabajos elaborados con técnicas especiales como es la aplicación de engobes, bruñido negativo positivo, pulido, etc.; técnicas que demandan muchas horas de paciente y agotador trabajo, no justifican dicho esfuerzo.

3.- En lo artístico, sin lugar a dudas, se puede apreciar un decaimiento, ejemplo es difícil poder encontrar obras de un gran contenido artístico como las que elaboraron en los años 80 y 90 donde la creatividad en el diseño, forma y color se fusionaban, frutos del más puro sentimiento, pasión y amor por su trabajo.

4.- En lo técnico (negativo positivo) se está utilizando pinturas al frio, lo que va en desmedro de los ceramistas que trabajan con la verdadera técnica del negativo positivo lo que contribuye a los bajos precios de sus productos.

5.- Las temperaturas de cocción que utilizan actualmente son demasiado bajas, de 700 a 800 grados centígrados, lo que ocasiona una obra sumamente frágil; limitando su utilización solo a una cerámica ornamental y, por lo tanto, en desventaja ante la cerámica que producen en otros países.

ALTERNATIVAS:

A.- Revalorar el aporte original de la cultura Vicús a la actual cerámica contemporánea del mundo:

1.- La técnica de la paleta y piedra.- Esta técnica se debe conservar porque supera tanto en cantidad y calidad a la técnica del torno impuesta por la invasión española. Un buen maestro alfarero fácilmente puede llegar a producir 100 vasijas terminadas por día. Con la técnica de la paleta y piedra se lograr desarrollar la llamada cerámica " cáscara de huevo" lo que difícilmente se podría lograr con el torno eléctrico o a pedal.

Solicitar al gobierno una política del Estado de promoción de la técnica de los Vicús en nuestro país y en el extranjero mediante videos, charlas, simposios o realizando demostraciones; que, sin lugar a dudas, causarían admiración, aprecio y respeto. Puesto que la técnica del torno se conoce en todos los países del mundo; mas no así, el aporte Vicús.

2.- La técnica de los silbatos.- En la actualidad no se está aplicando en sus trabajos a pesar de su belleza y múltiples beneficios. Los vasos silbadores de los Vicús, al echarles agua a sus recipientes, emiten sonidos de aves y animales. Dichos vasos silbadores son conocidos en el mundo únicamente por una elite intelectual. Esta técnica innovaría la actual producción de los ceramistas chulucanenses y serviría para difundirla en la población.

3.- La técnica del negativo positivo.- Es una técnica netamente ornamental, con la que se puede lograr trabajos de gran calidad artística como los hicieron los maestros Vicús. También tendría que conservarla sobre todo con ceramistas educados, hábiles y talentosos ya que solo así podrían brindarle el verdadero valor en lo cultural, artístico y económico.

Sin embargo, tratándose de una técnica que pone en riesgo la salud y al medio ambiente, habría que buscar opciones; como la aplicación de engobes marrones o grises oscuros complementados con ligeras y tenues reducciones.

B.- Buscar alternativas de otras técnicas nativas:

Las texturas de la cerámica Chavín de Huántar.

La policromía y formas de la cerámica Nazca.

La elegancia de los vasos Chancay con sus engobes texturados.

Las líneas encisas llenas de color de la cerámica Paracas.

C.- Nuevos diseños.-La búsqueda de nuevos diseños estaría en su diversidad de aves, frutos y escenas costumbristas de la Región. Aplicando una estilización sobria, práctica y moderna.

D.- Cocción.- Aplicar temperaturas que vayan de los 1100 grados a 1200 grados centígrados, con lo cual se podría elaborar una cerámica utilitaria e incluso entrar al campo de la producción de una cerámica para pisos, murales, losetas para cocina, paredes o puertas.

E.- Seleccionar o adiestrar a unos diez ceramistas -los más destacados de 20 a 30 años- con los que se proyectarían diversas exposiciones itinerantes sobre cerámica en provincias, en la capital o extranjero para tratar de despertar un nuevo interés en lo cultural, histórico y económico de nuestra cerámica.

F.- Solicitar a las ONG que así como apoyan comprando sus trabajos o dictando cursos de comercialización u otros temas; también deberían apoyar con cursos elementales de educación cívica, cultura, historia del arte, dibujo artístico, etc.

Para concluir, Señor Director, solo me queda expresarle mi felicitación y éxitos en los cambios y proyectos del CITE cerámica y, a su vez, manifestarle mi disposición a colaborar por el desarrollo de la cerámica de Chulucanas y de nuestra patria, el Perú.

Yamunaqué, José Luis.

fyamunaque@verizon.net

miércoles, 26 de octubre de 2011

Un Ángel llamado Eva / por Jack Farfán Cedrón


U

na atmósfera de situaciones fantásticas recorre el nudo conductor de estos simples relatos, que bien puede paladear un niño como un adulto en retiro. La veta luminosa del mágico-realismo diseminada por David Arce en su primera novela-cuentario, La casa de los cachorros, ya desplegaba esa herencia de un mundo aparte, macondiano, sucedido en la ruralidad norteña de Chulucanas.

Esta vez, Eva, una extraña mujer de origen checo, amante de las mariposas y los sueños atrapados en ese cuento en reposo que es la fotografía, recorre el hálito emplumado de la trama de relatos, sueltos por la sola evocación de las variaciones intermedias con que una obra enfrenta los comienzos abiertos, ficticios. Mientras afuera, hacia el lector creado, el cese del viento no amaina; amenaza con entrar un ángel que ha vencido la timidez y ha planeado interponerse entre un médico atareado con las procelosas responsabilidades laborales metropolitanas de Lima, la horrible, y la duende de sus inspiraciones, Eva. Pero, entre la niebla que retorna puertas, patios con gentes esparcidas, el sesgo de un soplo narrativo trae personajes que levantan el velo fantástico, de objetos que cierran el paso estremecedor a toques gravitantes en que sacarle el jugo fantástico a la trama narrativa es tarea de noctámbulos al acecho de historias pequeñas, viñetas, y hasta el desliz de una tierna despedida, como augurando el proceso extinto de las personas queridas, el último cierre de recuerdos mejores, tras las quietas fijezas dibujando en sus niñas al amigo que se queda a buen recaudo de la memoria nuestra, cuando las visiones se van y queda una risa extinta.

Cuentos para Eva, de David Arce, es el acercamiento memorial de los pequeños mundos vividos justamente para anular fronteras entre buenos amigos; sernos tan cercanos entre los hombres más distanciados por la tecnología y las diferencias mundanas, como los personajes de toda literatura que merece vivirse, saborearse con una sutil y agridulce fantasmagoría, mientras se lee como un mapa personal del cuerpo, la historia que pudo haberse soñado para un dios-narrador que jamás olvidaremos.

Jack Farfán Cedrón,

15 de marzo de 2011

martes, 25 de octubre de 2011

La muerte viene dulce, como la chicha

A pesar del reumatismo y del dolor de rodillas y de todas las coyunturas, la abuela Mercedes, desde comienzos de año, pensaba entusiasmada en la celebración de su cumpleaños número setenta y tres y se lo participaba a su vecina y comadre doña Doralisa Seminario, con quien no paraba de hablar por horas, desde que caía el sol y se refrescaba un poco la tarde, hasta muy entrada la noche en que, asustadas por el ulular de las lechuzas, recogían las perezosas, se persignaban y se decían hasta mañana comadrita. Así estuvieron todas las noches de ese verano seco, sin lluvias, rogando que lloviera para que no fuera otro año como los anteriores. San José nunca nos abandona, siempre llueve para el 19 de marzo, por lo menos una pasadita de nubes. Sí pues vecina, ya es tiempo de que el Señor se apiade de nosotros.

Desde su matrimonio con Alejandro Valdivieso, este, amante de las fiestas, bailes y jolgorios, no dejó pasar ningún cumpleaños por celebrar, con sus siete días reglamentarios: la antevíspera, la víspera, el santo, la joroba, la recorcova, el jorobete y el andavete.

¡Y estas mujeres qué tanto hablarán todas las noches!, se quejaba don Alejandro Valdivieso, cosas de mujeres le respondían las dos a la vez, entonces manden a jugar al muchacho que se queda como embobado escuchándolas hablar, ven toma una peseta y ándate al circo Jorgito, no papá, ya fui cuatro veces y siempre repiten lo mismo. ¿Y acaso estas mujeres no repiten lo mismo?

Y ellas no le hacían caso y seguían hablando de comidas diferentes para cada día. Doralisa Seminario muchas veces dejaba pasar algunas cosas repetidas que decía la abuela Mercedes; comprendía que desde hacía varios años tenía olvidos frecuentes. Para la antevíspera haremos unos tamalitos de choclo verde, contrataremos a Osquitar el guitarrista y que él mismo se consiga una banda para bailar unas cumbias, tonderos y huaynos, decía la abuela Mercedes, y tú Doralisa, con tus dos tinajas de chicha no te va a alcanzar, será mejor que te vayas para Simbilá y te traigas diez tinajones, cuarenta jarras de barro y por allí le digo al Alejo que me consiga unos potos para servir la chicha, total él lo único que hace es ir a la chacra a dormir, flojo me ha salido este hombre. Vamos a necesitar varias manos, solas las dos no podremos atender a toda la gente que va a llenar la casa. Le dices a María Candela que venga con tu hijo, yo le diré a mi Dora, a la Chabela y a los demás. Hasta el Eugenio puede ayudarnos a desgranar los choclos y los frejolitos verdes para el pepián. Y tus otros seis hijos nos pueden echar una mano, siempre te he dicho que eres una loca al ponerles el mismo nombre a todos tus siete hijos.

Y de no haber ocurrido la desgracia de la muerte de Domingo Seminario, el hijo mayor de Doralisa Seminario, ellas habrían seguido hablando y haciendo planes para el cumpleaños de la abuela Mercedes.

Para el día de San José se vino un aguacero que nadie lo esperaba. Inundó casas, malogró las pocas plantas que quedaban en pie y el río trajo multitud de ramas, plátanos desgajados de raíz, alguna res muerta con la panza arriba y partes de una choza con un gallo cantando encima. Una semana después de la desgracia encontraron el cuerpo de Domingo, completamente hinchado, irreconocible. Y antes de que lo despanzurraran los gallinazos, lo llevaron a la pequeña morgue junto a la capilla dentro del cementerio para que don Heráclito Seminario le realizara la autopsia de ley. Los seis hermanos lo cargaron a casa, lo acomodaron en un ataúd del doble de lo normal y, sin las exequias correspondientes, lo enterraron de inmediato debido al avanzado estado de putrefacción. Esta vez no hubo las lloronas que acompañaban a los difuntos hasta su última morada, solamente una pequeña banda tocando música de pena.

Cavaron una fosa grande y ya estaban bajando el cajón cuando algunos de los presentes, asustados, llorando, pidieron que no se lo enterrara con las manos entrecruzadas, que se las soltaran y se las pusieran a los costados, si no lo hacían, el difunto se llevaría al resto de la familia. Uno de los hermanos se armó de valor, le descruzó los brazos, le estiró los dedos uno por uno y colocó los brazos a los costados sin creer mucho en esa superstición.

Aunque Doralisa Seminario llevaba puesta una mantilla negra, todos los que fueron al entierro se asombraron de que el negro azabache de su cabello hubiera dado paso al más blanco de los cabellos, casi parecido al de la abuela Mercedes. Algunos dijeron que era por la pena.

Doralisa Seminario no durmió durante los siete días que estuvo desaparecido su hijo más amado ni lo hizo hasta mucho después de que lo enterraran. Los seis hijos caminaban como sombras a su alrededor, como esperando una palabra o una orden de la madre. Lo primero que dijo fue: Domingo, alcánzame un jarro de agua. Y los seis hermanos se quedaron paralizados. No alcanzaron a distinguir el matiz de voz con que los llamaba. Y después de un momento de confusión, los seis se dirigieron a la tinaja de agua.

Varias personas, entre ellas el vendedor de sebo de culebras, le habían reclamado que por qué les colocaba de nombre Domingo a todos sus hijos, habiendo tantos nombres bonitos y tú pareces loca repitiendo el nombre en cada uno. ¿Es que no te acuerdas de que domingo era el día en que te veía en el mercado? Y ya sabes que aquí en Chulucanas todas tenemos un montón de hijos porque una nunca sabe, a veces viene una peste y te los mata a todos y te quedas más sola que alma en pena. Y además porque a mí me gusta y sanseacabó.

Y no les colocó un segundo nombre a los siete Domingos; lo que hizo fue acostumbrarlos a un matiz diferente de su voz y cada uno de los muchachos llegó a saber cuándo se dirigía a él. Por eso les pareció muy extraño cuando les pidió el jarro de agua en una forma que no le pertenecía sino al muerto. Entre ellos se gastaban bromas a solas llamándose por los apodos más inverosímiles que, por supuesto, no llegaban a oídos de la madre que decía que eso de ponerse sobrenombres era cosa de delincuentes.

Durante los tres primeros meses, Doralisa Seminario nunca salió de la casa y su cabello nunca volvió a tener el negro de antes. A fines de junio solo se asomó a la ventana cuando pasaron los Diablicos con Lencho a la cabeza y le pareció una repetición de tiempos pasados.

Se dirigió al corral, recogió los huevos más grandes, los puso en la canasta y tomó el camino de la casa de María Candela, teniendo cuidado esta vez de no pisar el asfalto, no fuera a suceder como cuando se asustó con una iguana enorme que pasó rápido por la carretera corriendo sobre sus uñas, el sol caía a plomo y el asfalto parecía melcocha, saltó descalza a la berma y desde allí miró a través de sus lágrimas cómo se derretían y desaparecían sus sandalias dentro del asfalto, mientras encima, los huevos desparramados chisporroteaban sobre la pista haciendo globitos. Cuando cruzó el río vio una garza blanca en actitud inmóvil sobre una rama caída de sauce y, al regresar, dos horas después, la vio en la misma posición. Pensó, qué extraño animal, cómo no se cansa, parece una estatua.

Para el mes de agosto se dirigió al pueblo de alfareros de Simbilá con sus seis hijos, de donde regresó con un cargamento de dieciocho tinajones, cuarenta jarras de barro, ochenta potos, y más herramientas para hacer chicha como para un mes, trajo varios guas, humaz, cedazos, cucharas de madera, maíz especial, y todo lo necesario para preparar la chicha para el cumpleaños de la abuela Mercedes.

No, mujer, este año no voy a celebrar mi cumpleaños, cómo has creído que con tanto dolor en tu corazón voy a permitir hacer bulla… alcanzó a decir la abuela Mercedes antes de que la mano de Doralisa Seminario se posara sobre sus labios. Aunque yo esté de luto, no voy a dejar que arruines tu celebración, además ya compré todo para hacer la mejor chicha de Chulucanas, como para un mes. Vas a tener un cumpleaños como nunca lo has tenido. No acepto negativas, doña Mechita.

Veinte días antes de la antevíspera, Doralisa Seminario puso a remojar cuarenta quintales de maíz pachucho, los dejó cuatro días a la sombra para que germinaran y luego los asoleó cuatro días más sobre sábanas en el corral, cuidando de espantar a las gallinas no se fueran a atragantar con ese maíz que ya no era para pollos. Ayudada por sus seis hijos colocó en el batán el maíz asoleado y lo molió como harina gruesa. Ayúdenme a cubrir los espacios libres con las callanas para que no escape el fuego, les decía Doralisa a sus seis hijos, esta es la taberna más grande que he hecho, dieciocho tinajones en dos hileras, carbón de algarrobo, del bueno. Apenas hierva el agua me avisan para echarles el pachucho y nos vamos a turnar para cuidar el fuego, quiero cocinar la harina durante dos días, luego lo venteamos con el guas y con el humaz y lo enfriamos para masticar el afrecho, menos mal que todos tenemos la dentadura intacta. Luego no se olviden de remover constantemente con «la vieja», ese palo de zapote colgado encima de los tinajones. Todas las noches vamos a probar la chichita y cuando ya esté un poquito acidita la taqueamos, o sea la colamos y la hervimos durante dos días más. Volvemos a colar la chicha verde y la colocamos en los cántaros de fermentación. Ya ven, muchachos, hacer chicha es muy fácil. A mí no me vengan con querer echarle azúcar, plátanos, muñecos o patas de res.

Y la fiesta empezó y nadie más vio a Doralisa Seminario con vida. Los seis hijos se fueron desde el 22 en la madrugada para la casa de María Candela. No podían soportar que alguien estuviera riéndose y bailando cuando ellos estaban tan tristes por la muerte del hermano amado.

Don Heráclito Seminario calculó que Doralisa había fallecido el mismo día 24 de setiembre, el día del santo de la abuela Mercedes. Algunos afirmaron que la vieron servir el clarito para la antevíspera; para la víspera le pidió a su hermana Micaela Lalaquiz que le ayudara a repartir la chicha. El día del santo alguien aseguró haberla visto por la mañana, pero ya no por la tarde. Los demás días, los concurrentes, borrachos por la chicha, la música y la comida, armaban todo tipo de escándalos. Para la joroba sacaron plátanos maduros horneados y un delicioso copús bajo tierra. La recorcova fue salpicada con seco de res y los concurrentes notaron que la chicha estaba mucho más deliciosa que al comienzo. Y ni hablar para el día del jorobete, ni el arroz con pato ni los músicos calmaron los ánimos decaídos; más bien empezaron a tocar los pasillos más tristes jamás escuchados. El día del andavete por la tarde, cuando el pequeño Jorge se acercó a sacar una jarra de chicha, se extrañó de que estuviera más dulce que en el primer día y descubrió unas enormes hormigas translúcidas del color del ámbar, que vomitaban miel dentro de la chicha. Hizo el recorrido inverso de las hormigas que iban y venían en líneas paralelas, ordenadas, por detrás de los cántaros, por los recovecos de las paredes, por el canal del desagüe para las lluvias, por la pared del dormitorio principal, por el abrevadero de los burros, por los nidos de las gallinas, rodeando el tronco del naranjo en flor, siguiendo en línea recta hasta el fondo del corral, donde estaba el cuerpo extendido de Doralisa Seminario con una bacinica en una mano y la boca abierta por donde entraban y salían las hormigas luminosas.

viernes, 21 de octubre de 2011

Evita / por David Arce

Evita no hablaba.

De todas las niñas del salón de clases, era la única que entraba aferrada a sus libros y cuadernos.

Apenas se sentaba y dejaba sus cuadernos sobre la carpeta, se llevaba las manos hacia la boca y se mordía las uñas y permanecía así, aun cuando la profesora pasaba lista. Ella no respondía; sólo atinaba a mirar el suelo. Sin embargo, era la que sacaba las mejores notas en los exámenes. Algunos de sus compañeros de clase se burlaban de ella. Otros trataban de protegerla y ayudarla. Pero ella parecía estar en otro mundo.

Dentro de su ser no estaba contenta consigo misma. Con su mirada lánguida, veía cómo participaban sus compañeros de clase, veía cómo ellos movían sus bocas, sus lenguas, y emitían sonidos. Ella también deseaba hablar como los demás.

Pero tenía miedo. No sabía a qué. Las personas mayores le producían mucho miedo. No lo entendía. Cuando se aventuraba a querer explicárselo, sólo veía imágenes difusas en los rincones más recónditos de su memoria. Veía a su madre gritando, se veía a sí misma muy pequeña sin poder pedir hacer la pila o hacer la caca, y morirse de miedo cuando dos manos grandes la levantaban del suelo, la colocaban boca abajo y le hacían arder las nalguitas.

Veía un babero, una mesa salpicada de comida, el piso salpicado de comida y una mano enorme estrellarse contra su boca. También recordaba muchos no es. «Evita, no toques eso; Evita ten cuidado, no rompas, no salgas, no hagas bulla, no hables, no…»

Y Evita decidió crecer sin hablar.

Hasta ahora…

Hasta ahora que no se sentía contenta con ser lo que era, quería correr con sus demás compañeros, hablar de chicos, de juegos, de las cosas bonitas de la vida. Una tristeza infinita se apoderaba de su corazón.

Y un día, embargada de pena, decidió adentrarse en el bosque para perderse en la inmensidad de su espesura.

Aunque había escuchado que una bruja moraba ahí, como no estaba contenta con su vida no le importaba.

Evita entró en el bosque y le gustaron las plantas y las flores, las piedras, los árboles y el cielo. Le gustó tanto el camino que se olvidó del motivo por el cual había entrado. De pronto uno de sus pies tropezó con un libro antiguo. En su portada decía: Libro mágico de la vida. Mil recetas para ser feliz. Su corazón dio un vuelco, creyendo haber encontrado la solución y buscó y buscó. Hasta que encontró la receta de cómo aprender a hablar.

Una pluma roja de un loro completamente verde.

Una pluma verde de un loro completamente rojo.

Cuatro uñas de urraca.

Tres huevos de araña roja.

Y varios ingredientes más…

Evita buscó y buscó, hasta que logró encontrar y juntar todos los ingredientes que indicaba la receta. Los mezcló y tomó el brebaje durante seis noches.

A la séptima noche se despertó recitando un poema a la luna. Pensó que estaba soñando, se pellizcó y se dio cuenta de que podía hablar. Regresó a su pueblo, al colegio. Y todos los que pensaron que Evita había muerto se alegraron de verla de nuevo, con una nueva cara, sin las manos en la boca, sonriendo, cantando, recitando y hablando. Y contestando a todas las preguntas que le hacían. Y pronto se volvió la más popular de la clase.

Pero no todo en esta vida es perfecto, y Evita seguía hablando, interrumpía las clases, hablaba en el recreo, en la calle, en el mercado, en la casa, en la iglesia y, lo peor de todo, hablaba mientras dormía.

Nuevamente sus compañeros empezaron a alejarse de ella y Evita se dio cuenta de que estaba equivocada cuando pensó que el día que hablara iba a ser completamente feliz.

Decidió volver al bosque en busca del libro mágico de recetas. Caminó y caminó, sin cesar de hablar. Los últimos que la vieron alejarse, aún escucharon un lejano rumor cuando la perdieron de vista.

A su paso los pájaros se dispersaban revoloteando. Ella continuaba hablando y hablando, sin poder encontrar el libro mágico de recetas.

A lo lejos vio una casa y se acercó a pedir ayuda y comida. De la casa salió una vieja que la invitó a pasar. Y Evita le pidió, por favor, que la ayudara a no hablar tanto, y la vieja le dio consejos que Evita no escuchaba porque no paraba de hablar. Pero como esta vieja era sabia, aprovechó que Evita tomaba aire para continuar hablando, y le ofreció un plato de sopa.

Evita estaba hambrienta por el largo camino y, mientras ella tomaba la sopa, la vieja le hablaba, le enseñaba a respirar, a prestar atención, a comprender las cosas, a observar, a meditar. Le enseñaba a escuchar.

Pero esto no fue de la noche a la mañana. La vieja le daba tareas para que realizara todas las mañanas y que hablara cuanto ella quisiera. Le decía que regara las plantas, que les quitara los insectos, los gusanos, las malas hierbas, que podara las plantas. Y Evita lo hacía con gusto, cantando y hablando.

Y luego, en la tarde, cuando retornaba cansada, la vieja le ofrecía el plato de sopa y aprovechaba para enseñarle a respirar, a poner atención, a observar, a meditar y a escuchar.

Y fue así como Evita, gracias a la vieja del bosque, aprendió el placer del hablar y del escuchar, aprendió el placer del sonido y de los silencios, a diferenciar los variados tonos de la naturaleza. Aprendió a distinguir el momento, el lugar y la persona adecuada para expresar sus más íntimos sentimientos mediante los sonidos y los silencios que vibraban en su alma reconfortada.

©David Arce

Foto: Eva Lewitus

miércoles, 7 de septiembre de 2011

El vuelo del huerequeque / por David Arce


Las gallinas más viejas empezaron a revecear y a comentar entre ellas, de nido en nido, en el comedero, en las ramas del tamarindo donde dormían y en cualquier lado donde se encontraran. Las que antes se escandalizaban por el bullicio de la viuda Trinidad, ahora también se escandalizaban por el silencio casi sepulcral que reinaba en el gallinero. Primero dijeron que estaba enferma, después que estaba enamorada, más tarde dijeron que se trataba de la menopausia y por fin la más vieja se llevó la punta del ala a la sien y dijo:
―Cómo no se nos había ocurrido antes, si está más claro que el agua, la muy bandida está clueca y la muy volantusa se hacía la santa, véanla pues.
―Y nunca le conocimos marido, porque ya llegó viuda —decían las demás—, en coro.
Transcurridos los veintiún días, todas se asomaron a mirar si salía a pasear con sus polluelos, pero nada. Pasaron cuarenta días y ni asomo de Trinidad.
Lo que no sabía nadie del gallinero es que Trinidad, en su bulliciosa existencia, escapándose a mataperrear por los alrededores de los viejos algarrobos, se había encontrado un huevo extraño y en su soltería decidió empollarlo y tener su hijo propio, su hijo único y amado. Y ya empezaba por creer que estaba empollando un huevo huero, cuando sintió resquebrajarse la cáscara. Y un inmenso cariño inundó su corazón cuando vio emerger el pico del ave.
—Es un monstruo —dijeron las demás gallinas—, un fenómeno, qué feo, ave de mal agüero, signo del final de los tiempos, comentaban los patos y los pavos Sin embargo, Trinidad salía a caminar muy oronda a la orilla del río, seguida de su polluelo más hermoso del mundo, enseñándole a escarbar en la tierra para escoger las piedras más sabrosas, sin hacer caso de sus maledicentes compañeras.
Humberto se dio cuenta de que era diferente a los demás, una tarde soleada en que se acercó a tomar agua en la laguna y lo que vio lo asustó tanto que soltó un grito que espantó a todo el corral. La imagen que vio no se parecía a nada de lo que él conocía hasta ese momento. Era un monstruo aquél ser que lo miraba debajo del agua. Tenía unos enormes ojos amarillos debajo de grandes cejas blancas que le llegaban hasta los oídos y encima de la cabeza ostentaba una cresta negra. Las patas eran tan largas que le llegaban hasta el cielo. Ningún pollo era así. Y para colmo de males el intruso le había lanzado un grito que le había dejado el corazón en un hilo.
―Y éste qué tiene, molesta la paz de nuestro vecindario y todavía tiene el descaro de hacerse el asustado. Ya decía yo que la tal suavecita Trinidad no andaba en buenos pasos, debemos expulsar al engendro del gallinero —sentenció la gallina más vieja.
Trinidad consoló al pobre Humberto que seguía temblando y que por más que quería, su cuerpo enorme no lograba cobijarse entre las alas de la madre. Trinidad se enfrentó con valentía al Consejo de las gallinas y no permitió que expulsaran a su primogénito.
—Es un simple huerequeque —le decían, no pertenece a nuestra familia, le insistían. A lo que ella replicaba con una verdad absoluta:
—Madre no es la que engendra, si no la que cría. Pero el pobre Humberto, inconsolable, seguía enfermando de pena.
— ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? —le preguntaba a una madre dolorida. —Mi familia grande no me quiere aquí. Yo no pertenezco a este mundo, madre, —decía débilmente dispuesto a dejarse morir. Y ya estaba por caer la tarde cuando vio pasar en el rojizo cielo a una bandada de alegres huerequeques que al escuchar el quejido lastimero de Humberto, sobrevolaron el corral y se posaron entre las ramas del tamarindo, examinándolo desde lejos.
― ¿Qué hace este huerequeque aquí? —Dijo uno de ellos. No, no es un huerequeque; por fuera parece, pero no lo es. ¿No ves que se aferra a una simple gallina? Y se nota que solamente sabe caminar y lo máximo podrá correr nomás. Yo creo que nunca ha volado este esperpento. Vámonos, estamos perdiendo nuestro tiempo y el sol ya va a caer.
La viuda Trinidad fue a visitar al viejo conejo para pedirle consejo, llevando en su mente las palabras de su hijo: “Madre, mis hermanos no me reconocen como tal”.
—Curarlo es preciso, el tiempo es conciso, mal del alma no lo calma ni jarabe ni cataplasma. Hay un lugar en el Oriente, donde un sabio venerable ayudarle acaso puede, pero, ¡Oh, terrenal Trinidad! Solamente depende de Humberto el huerequeque el poder continuar su propio camino. Es un templo de sanación donde no te está permitido pisar. Confía en lo que te dicta tu corazón, noble mujer —dijo en un susurro el viejo conejo—, mientras empezaba a meter los dientes en otra zanahoria.
La viuda Trinidad haciendo de tripas corazón obedeció al viejo conejo. Dejó al agonizante Humberto a las puertas de un gran templo con enormes columnas de oro.
―“Llamad, y se os abrirá, pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis”. Resonaron las palabras de Mateo 7:7 en la cabeza de Trinidad, mientras golpeaba ruidosamente la gran puerta. Se dio la vuelta sin esperar a que le abrieran, así como le había indicado el viejo conejo, alejándose sin mirar atrás. Tanta era la confianza de la madre en los consejos del sabio conejo.
Humberto soñó que un anciano barbado lo cargaba y lo dejaba en un aposento oscuro que parecía el centro de la tierra, como si fuera la antesala de la muerte. Estaba seguro de que sería una muerte dulce. Soñó que en la oscuridad podía ver los pensamientos del anciano en forma de sentencias grabadas sobre las negras paredes con tinta luminosa:
—“Conócete a ti mismo”.
—“Para emplear bien tu vida, piensa en la muerte”
—“Si la curiosidad te ha conducido aquí: ¡Vete!.
—“Si el interés te guía, ¡Vete!.
Si temes que tus defecto sean descubiertos, la pasarás mal entre nosotros.
—“Si amas las distinciones sociales, ¡vete!, porque aquí no existen”.
Si disimulas, serás descubierto”.
Si tienes miedo, no vayas más lejos”.
Si perseveras, serás purificado por los elementos, saldrás del abismo de las tinieblas y verás la luz”.
Y en esos momentos dudó. Se sentía tan débil que tampoco podría regresar. Alcanzó a mirar un cráneo, un reloj de arena al cual ya se le extinguía el tiempo. Vio un plato con sal, otro con azufre y otro con mercurio, y además trigo, un vaso con agua y un pedazo de pan que estuvo tentado de tomarlos, pero se sentía tan débil que no pudo moverse. En su sueño creyó ver la imagen borrosa de un gallo. Sobre una mesa había un lápiz y la voz del anciano barbado le ordenó: —Haced vuestro testamento”. Entonces Humberto el huerequeque, comprendió que ya estaba muy cercana su muerte. Pensó en que no tenía propiedades, que de nada valdría hacer testamentos, pero grande fue su sorpresa cuando vio que el pergamino del testamento tenía tres simples preguntas: ¿Qué deberes tenéis para con Dios? ¿Qué deberes tenéis para con vuestros semejantes? ¿Qué deberes tenéis para contigo mismo? Y en un rapto de lucidez pre-mortem se dio cuenta de que la única respuesta para las tres preguntas era: el amor, y al tener esa respuesta, se percató, como si fuera una iluminación, que Dios, nuestros semejantes y nosotros mismos somos uno solo, constituimos la Unidad del Universo. Y con esa certidumbre dijo para sí que ahora ya podía morir en paz.
Calculó que había transcurrido tres días porque un gallo había cantado tres veces. Y entre sueños se vio transportado por caminos más oscuros, como si estuvieran descendiendo a las profundidades de la tierra, siempre guiado por el anciano barbado que al final nuevamente lo dejó frente a las puertas del Gran Templo de las columnas de oro y volvió a escuchar claramente las palabras que el sabio conejo le dijera a su madre: “Llamad, y se os abrirá, pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis”. Y de inmediato comprendió que debería llamar a la puerta, la cual se abrió al tercer toque. Se dijo: “Ya estoy muerto porque estoy escuchando un coro de ángeles cantando la canción de Paz, Armonía y Libertad: Mirad cuán bello y delicioso es habitar los hermanos, todos juntos en paz, armonía y libertad” —que en algún recóndito lugar de su corazón guardaba de algún fragmento de su niñez.
Una voz resonó más en su cabeza: “Aunque no te hayas dado cuentaya has iniciado los viajes que como buen caballero tendréis que seguir practicandoLo de la bóveda oscura representa el contacto íntimo con la tierracon el polvo que fuimosque somos y que volveremos a serconstituye la muerte de una parte de todos nosotrosMorir simbólicamente en carne para resucitar en espíritu, como el trigo que se convertirá en pan. Ahora hermano míoen el proceso de sanación del cuerpo y del almavamos a iniciar los siguientes tres viajes por el Universo de la vida: por el aire, por el agua y por el fuego”. Y en marcha tambaleante, Humberto se dirigió a recorrer el universo para iniciar el primer recorrido, el del aire. Y su carne terrenal, cual pequeño velero en aguas embravecidas estaría a merced de las tormentas de la vida, Aprendería a curvarse como una espiga de trigo ante los fuertes ventarrones y dejaría de ser rígido en sus conceptos, porque una espiga de trigo rígida no sobrevive a las tormentas, tendría que aprender a adaptarse ante las vicisitudes de la vida. Al terminar su primer viaje suspiró hondo y creyó aspirar el aliento del gran creador.
Luego, durante el segundo viaje, imaginó nadar por antiguos y enormes mares, el mar del silencio, el mar de la tranquilidad y el mar muerto. Intuyó a un silencioso Caronte trasladarlo por el río Aqueronte sin preocuparse de no tener las dos monedas para pagarle la travesía. Al final del viaje se sintió limpio y puro, como si hubiera sido bautizado por vez primera. El agua, como elemento fecundante, representaba su segundo nacimiento, después de haber dejado de lado los temores a la muerte terrenal, reafirmando la inmortalidad del espíritu.
Y en el tercer y último viaje tuvo que traspasar senderos de fuego que purificaban su materia temporal que es el cuerpo. Por todos lados flameaban las llamas que lo mordían sin quemarlo. Se convertía en el crisol viviente donde se fundirían todas las virtudes de los seres de buenas costumbres, convirtiéndose en un faro que alumbrará el camino hacia la verdad.
Alguien le quitó la pesada venda que cubría sus ojos y la luz que recibió fue tan intensa que volvió a cerrarlos mientras seguía escuchando el coro de ángeles celestiales. Al abrirlos nuevamente, no pudo creer lo que estaba viendo: el universo entero con el astro rey en sintonía con la luna y las siete pléyades alumbrando el oriente, la vía láctea parecía leche derramada sobre la bóveda celeste y las eras zodiacales estaban a la espera de su turno para imponer su reinado ante el paso del tiempo. El piso ajedrezado representaba la unidad del universo entero. Y al centro de todo estaba una enorme piedra de sacrificios en forma triangular, flanqueada por tres luces de fuego eterno. Y en el centro de la piedra estaban los instrumentos de construcción del Gran Templo del Universo.
Además de las dos columnas doradas principales de la entrada, Humberto el huerequeque, pudo contar hasta donde sus ojos alcanzaban a ver, doce columnas internas que correspondían a cada era del zodiaco
A medida que sus ojos se adaptaban a la nueva luz, pudo distinguir que los ángeles cantores eran huerequeques todos, pero que a diferencia de los anteriores que conoció, estos ángeles tenían cada uno un color diferente de brillantes plumas, y eran únicos en su belleza y en su fuerza. Todos ellos desbordaban sonrisas y sana alegría.
―Yo no soy ángel —le dijo uno de los huerequeques—, soy un simple huerequeque mortal. Puedes considerarnos tus hermanos, que aunque no nos conozcamos, siempre te reconoceremos, como hermano.
A Humberto le gustaba mirar a cada uno de sus nuevos hermanos huerequeques, todos con diferente color de plumas brillantes.
Y ante todos ellos, frente a la gran piedra triangular de sacrificios realizó el juramento de vivir plenamente la nueva vida a la que estaba renaciendo. Decidió allí mismo tener fe en sus ideales, por más lejanos e inaccesibles que parecieran, una inmensa esperanza para conseguirlos, y sobre todo amor, mucho amor a todos sus congéneres, incluyendo a cada especie que habita sobre la tierra, teniendo presente que ya sea una piedra, una hoja, un insecto, o un simple pedazo de madera, solamente son formas temporales de existencia y que desconocemos en qué momento esas criaturas podrán desarrollar todas sus potencialidades. Nunca sabremos a quien perteneció la materia que en este momento mueve a un grillo, como tampoco sabremos a quien pertenecerá su materia cuando deje de existir en nuestra dimensión y cambie de estado, quizás en otra dimensión. Por ese simple hecho debemos tener un profundo respeto y consideración hasta a lo que consideramos la más pequeña cosa del Universo. Igualmente comprendió que los primeros hermanos huerequeques seguían siendo sus hermanos así lo hubieran menospreciado. Ellos no sabían que estaban vibrando en otra dimensión. Y que al haber realizado todo el recorrido por el universo le clarificó la mente para poder comprender y aceptar a todos su hermanos así como son o como están, con todos sus defectos y virtudes, porque el amor es incondicional. Se quiere a alguien simplemente porque es ese alguien, no por lo que hace o deja de hacer. Y recordó el amor de su madre, que lo quería así como era, sin querer cambiarlo.
Después de tres meses, que le pareció una eternidad, regresó donde su madre, quien se alegró de verlo. Lo miraba y no se cansaba de mirarlo: parecía que tuviera un halo especial, un aura celestial de bondad que lo rodeaba a donde quiera que vaya. Las demás gallinas, patos y pavos, asombrados, no podían creer que el hijo de la viuda, aquél endeble ser que hacía poco tiempo estuviera al borde de la muerte, pudiera estar nuevamente entre ellos, conversando de igual a igual, dando su mejor parecer para el beneficio de todos. Trinidad, contenta, dijo:
―Ahora ya tienes todo lo que necesitas.
A lo que Humberto el huerequeque, le respondió:
—No, madre, mi camino recién se ha iniciado, apenas soy un aprendiz con muchas ganas de aprender y estoy convencido de que nunca dejaré de ser aprendiz porque me gusta aprender. Mi tarea siguiente es aprender a volar.
Y sin necesidad de practicar, confió en sus instintos y en su eterna sabiduría interior, aquella que no se pierde con los años, y suavemente se deslizó hacia la altura de los cielos.
En el gallinero, la viuda Trinidad suspiraba creyendo que aquél hijo postizo, algún día cercano se marcharía para siempre, pero en el fondo de su corazón estaba convencida de que su amor y que todos los momentos compartidos nunca serían olvidados y que ése era el destino de todas las criaturas: partir hacia otros mundos mejores cada día.
En el resto del Universo empezó a llover una multitud de estrellas fugaces.

© David Arce
Foto: Jimmy Alcántara