miércoles, 10 de agosto de 2011

Chulucanas, octava fundación / por David Arce

Chulucanas, casi al igual que Piura, tuvo varias fundaciones. Los conquistadores españoles tuvieron dificultades con el clima, las enfermedades nuevas para ellos, el acopio de agua salubre y las famosas guerreras Capullanas, que se resistían a caer vencidas.

Después de tanto tira y jala, el pueblo trashumante se asentó en las laderas del cerro Ñañañique, en la confluencia del río Ñácara o río Grande con el río Yapatera o río Chiquito.

Y hasta mediados del año 1930 Chulucanas no era más que un pequeño caserío de casas desperdigadas en el valle, con una cancha de tierra denominada Plaza de Armas, una pequeña iglesia en construcción y un solar abandonado llamado Palacio Municipal.

Por ese entonces se corrieron las voces de que Luis Miguel Sánchez Cerro, un militar nacido en Piura, se había sublevado en Arequipa, al sur del país y se proclamaba Presidente del Perú, derrocando a Augusto Bernardino Leguía y Salcedo, quien gobernaba desde hacía once años con mano férrea. Rápidamente el pueblo de Piura se sumó a la algarabía de tener el primer presidente piurano en la historia del Perú.

Aunque demoró menos de un mes en llegar desde Arequipa hasta Lima, el general Sánchez Cerro se quedó desconcertado al ver el Palacio de Gobierno como si hubiera sido abandonado momentos antes: por todos lados se veían obras de arte tiradas por los suelos, preciosos muebles arrastrados hacia las puertas, y lo que más le llamó la atención fue ver varias cajas pesadas desperdigadas por el patio. Al abrirlas recordó las historias fantásticas que le contaba su abuelo sobre la ciudad perdida de El Dorado. Dentro de cada caja se encontraban pesadas estatuillas de oro macizo del tamaño de un niño de ocho años, que para cargarlas se necesitaba la fuerza de cuatro hombres.

Rápidamente ordenó la detención del presidente derrocado, quien huía en el crucero Grau rumbo a Panamá. Fue capturado mar adentro a la altura del puerto de Paita y encarcelado en el Panóptico de Lima, donde moriría dos años más tarde.

Nadie supo cómo el presidente Sánchez Cerro averiguó que toda esa riqueza en oro provenía de un pueblo de la sierra de su natal Piura, llamado Frías. Lo cierto es que en sus deseos delirantes por llegar hasta la ciudad perdida de El Dorado dispuso mediante decretos supremos que la naciente carretera panamericana se desviara de su trayecto original y, subiendo y bajando cerros, pasando por la peligrosa Cuesta de Ñaupe, en Motupe, rodeando el gran Vicús, pagando sobretiempo a los trabajadores, utilizando candiles para no detener el trabajo durante las noches, el asfalto llegó hasta Chulucanas.

Y con ella llegó una multitud de trabajadores, vivanderas, y mercachifles. Los ingenieros colocaban teodolitos, trazaban rutas imaginarias, desplegaban planos y comentaban entre ellos. Muchos trabajadores se asentaron a ambos lados de la carretera e instalaron sus casas de barro y cañabrava. En sus horas de ocio tendían un petate y jugaban a quemar los billetes de las libras peruanas por el solo placer de ver el color rojo púrpura de la llama.

Ocho días después del 30 de abril de 1933 los ingenieros recogieron sus aparejos, desarmaron algunas carpas y, con la mayoría de trabajadores, regresaron a Lima, dejando abandonada la carretera a medio hacer en Chulucanas: se enteraron de que el presidente Sánchez Cerro había caído asesinado por un militante aprista en el Campo de Marte mientras pasaba revista a las tropas.

El 27 de junio de 1937 fundaron Chulucanas por octava vez. Aunque ya se desparramaban muchas historias rebotando entre sus calles.

© David Arce

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