domingo, 31 de julio de 2011

Entre Tánatos y Morfeo / por David Arce

La adicción a la morfina es un vicio solitario, casi masturbatorio, que se empieza por curiosidad y se persiste en la perpetuación del placer.

Cuando falleció mi padre de cáncer al pulmón, yo recogí las pocas pertenencias que lo ataban a este mundo y las guardé en una pequeña caja de madera, entre ellas estaba una bolsita con pastillas de morfina que en sus últimos días tomaba a diario y en demasía, hasta sospeché que él mismo se provocó la muerte con una sobredosis.

Yo, recién graduado en medicina, como mi padre siempre lo quiso, lo asistí en sus últimos días, buscando y proveyéndole su droga contra el dolor, pero en esos tiempos ni siquiera pensaba que yo mismo iba a quedarme atrapado en el sueño solitario de Morfeo.

Mis primeros días en el hospital, como interno de medicina, fueron para mí, la felicidad eterna, mi mandil blanco, el estetoscopio al cuello, los pacientes me decían doctor, y así caminando entre nubes abrí de par en par la puerta donde se encontraba tosiendo mi padre y por primera y única vez en mi vida lo vi llorar, no de dolor, sino de emoción de ver realizado su viejo sueño de tener un hijo médico.

Y ser médico joven tenía sus gollerías, y casi fiel a mis instintos, dejé de ser adicto a los libros de medicina, para pasar a ser adicto a las enfermeras, en especial de una de ellas: Erebeida Nix. Hermosa como ninguna, de aromática piel negra como sus ojos y guedeja luenga, dientes que al sonreír resplandecían con la luz entre sus labios de higo abierto. Parca como ella misma, pero cuando el milagro de su voz melodiosa se manifestaba, era arrobadora y arrulladora. De cuello largo como la más hermosa Nefertiti de ébano, pechos enhiestos y desafiantes olorosos a mirra e incienso.

Quedé cautivo de la miel de sus labios, y del olor de sus recovecos, nardo y azafrán, canela y clavo, rosas y diamelas. Y hasta ahora me pregunto si fue amor a primera vista o erección a primera vista, porque apenas la vi, toda mi sangre se concentró bajo el vientre latiendo con desesperación, pugnando por seguir su rastro perfumado, aún en las noches más oscuras de mis guardias, entre la soledad de mis sábanas.

Dejé de verla cuando terminé mi año de internado médico y mi padre agonizaba entre los velos de la somnolencia. Mi vida cambió en forma drástica cuando fui contratado por una compañía minera, a casi cuatro mil metros de altura, con apenas una semana cada dos meses para bajar al pueblo más cercano y emborracharnos con alcohol casi puro, sin otro entretenimiento que libros de literatura, que por obligación leía, por no dejar que el tiempo pase así por así. Siempre me ha parecido que quienes leen y quienes escriben hacen labores ociosas, que no otorgan nada práctico a la vida, pero cada uno con sus cosas.

Después de dos años de permanecer en la mina, y con bastante dinero ahorrado, regresé a casa donde, no sé por qué, tenía la esperanza de encontrar a mi padre, esperándome sentado en su mecedora, fumando sus cigarrillos negros. Solamente estaba la pequeña caja con sus escasas pertenencias, y en ese momento me dije, voy a probar lo que sentía papá cuando le calmaban los dolores con la morfina.

Así empecé. Luego de la sensación placentera de los primeros instantes, mi cuerpo me pidió más. Terminé todas las pastillas, y cuando no había más, mi cuerpo exigía más. Empecé a hacer recetas con nombres ficticios de pacientes y yo mismo, en diferentes farmacias me abastecía con la droga. Y cuando las existencias de las farmacias cercanas se agotaron y mi demanda se hacía más insistente, mi radio de acción se fue expandiendo, alcanzando a otras farmacias más lejanas.

Y como todo tiene su límite, y al terminarme casi toda la existencia de morfina en tabletas, empecé con las ampollas, y descubrí que eran más placenteras. Lo malo fue, que muy pronto las venas de todos mis brazos quedaron picadas, y luego las piernas, y probé hasta en los sitios más inverosímiles, como mis genitales y las venas de la lengua.

Cuando ya no había más venas que pinchar y mi cuerpo ardía en deseos de más morfina, me derrumbé y me dije que ya no valía la pena vivir. Utilicé mis conocimientos de médico para procarme una muerte sin dolor y sin conciencia, porque para esas cosas soy cobarde, y no me gustaría que la muerte me visite cuando estuviera despierto.

Armé un equipo de venoclisis, lo colgué de un clavo en la pared de mi cuarto, y lo conecté a un volutrol, que es un recipiente más pequeño, con una capacidad de cien mililitros. Allí coloqué una ampolla de midazolam que es un potente hipnótico, cuatro ampollas de bromuro de vecuronio para que paralizaran mis músculos respiratorios, y por si acaso todo esto fallara, dos ampollas de propofol, un anestésico líquido. Me coloqué un catéter con doble llave, porque primero quería administrarme una ampolla de cincuenta miligramos de midazolam y quedarme dormido antes de que empezara a gotear el frasco de volutrol.

Cuando tenía todo armado, sonó el teléfono, timbró cuatro, cinco, seis, siete veces y como no se activaba la contestadora, alargué mi mano, suavemente, para que no se saliera el endovenoso. Y al escuchar la voz al otro lado de la línea, mi corazón dio un vuelco tras otro vuelco, era la inconfundible voz de la hermosa Nefertiti de Ébano: Erebeida Nix, diciéndome, qué te está pasando, me he soñado contigo, deja de hacer todas las cosas que estás haciendo y vente conmigo que te estoy esperando hace más de dos años. Su voz melodiosa, con su tinte a ordenanza, se extinguió en el hilo telefónico.

Avergonzado, deshice lo hecho. Y temblando, enfundado en cuatro chompas, llegué a la dirección señalada. Allí estaba ella, esperándome. Me bañó en perfumes y me dijo: necesitas ayuda, y aquí estoy.

Ahora, veinte años después, completamente sanadas mis heridas del cuerpo y del alma, me atrevo a preguntarle, ¿cómo lo supiste?

Fácil, —me dijo ella—, me lo contó mi hijo Tánatos, hermanastro de Morfeo.

©David Arce

jueves, 14 de julio de 2011

Un pueblo en el desierto / David Arce

En al año 1987, un pueblo fantasma de día, recibió el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia. Un pueblo sobre el desierto, que según los periódicos de la época, creció sobre la arena de la noche a la mañana, al sur de Lima, en una de las invasiones más grandes propiciadas por el entonces Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas del Perú, del General Juan Velasco Alvarado.

El 11 de mayo de 1971 todo el arenal se llenó de formaciones de cuatro esteras, la mayoría sin techo, todas ellas con una bandera rojiblanca. En las noches esas esteras se llenaban de calor, cariño y cansancio de la gente que regresaba de trabajar. El agua era lo que más faltaba, la acarreaban en baldes desde los camiones repartidores. Ahora ya tienen agua, electricidad y mucha arena.

El cinco de febrero de 1985, el Papa Juan Pablo II, pronunció un emotivo discurso en su castellano característico, protegiéndose del sol y de la arena con un sombrero blanco.

Al final del discurso, el Papa charapa, casi afónico, pidió un vaso con agua, y el niñito que vino corriendo tropezó vertiendo el agua sobre la arena, quedando solamente una mancha oscura. Aún así, le alargó el vaso, el Papa hizo como que tomaba y sucedió uno de los primeros milagros: el agua alcanzó para calmar la sed de toda la multitud.

A lo lejos los niños, ahora contentos, seguían cargando agua hacia sus chozas, en Villa El Salvador.

©David Arce

miércoles, 13 de julio de 2011

El último ataúd / por David Arce

Don Prudencio, hombre prolijo y ordenado, le dio la última capa de barniz al flamante ataúd y se retiró a prudente distancia sonriendo satisfecho. Y como las veces anteriores no pudo impedir pensar quién sería el usuario de aquella maravilla de arte apenas terminada.

Muchas veces trabajaba sobre la marcha, a pedido inmediato y después de tomar las medidas al difunto. Pero algunas veces, se animaba a trabajar en algún ataúd especial, en el cual se podía demorar muchos días y no terminarlo hasta que le pareciera perfecto. Y la casualidad del destino quiso que todas sus obras maestras, sin excepción, fueran utilizadas para personajes importantes del pueblo, primero fue el maestro más antiguo y querido, luego el primer policía llegado al pueblo y, a medida que mejoraba su destreza en los acabados de los féretros, la importancia de los personajes iba en aumento. Luego siguió el señor alcalde, y el último fue el señor Obispo.

Y aparentemente no quedaba ningún personaje más importante que el obispo, pero Don Prudencio, fiel a su manía se volcó por entero a preparar el mejor ataúd de su vida.

La mañana en que lo terminó y que le colocó en una esquina la marca imperceptible de un búho que él consideraba símbolo de sabiduría, lejos de sentirse contento, percibió una leve nostalgia que lo fue invadiendo poco a poco y que se fue incrementando con el transcurso del día.

La fatalidad quiso que para distraerse fuese a mirar las tiendas del mercado. Y allí, en una de las esquinas estaba aquella extraña gitana conocedora de destinos, que apenas pasó a su lado, lo tomó de la mano y sin pedirle nada a cambio, le soltó la más trágica noticia jamás escuchada: “tiempo es de que arregles tus afanes de esta tierra, que pronto, lo que con más esmero has trabajado te cobijará para siempre, porque tú eres la persona más importante sobre la tierra. Para ti está destinado el último ataúd”.

Don Prudencio sintió que la mano de la gitana, que le atenazaba su brazo, le iba soltando lentamente y pronto se sintió más solo que nunca, tratando de darle algún significado diferente a lo dicho por la mujer. Entonces tomó el camino de regreso a casa con el deseo irreprimible de destruir el último ataúd.

Pero apenas llegó a casa y vio la magnificencia de su obra maestra, desistió de su empresa y pensó en otras soluciones. Aquel mismo día murió un pobre hombre y él solícito, y sin esperar a que los deudos acudieran llorosos a pedir la toma de medidas, se acercó por la casa del muerto y una intensa opresión del pecho le desdibujó el rostro y le impidió la respiración: el difunto era demasiado obeso y nunca entraría en aquel ataúd. Y el ánima en que se había convertido sonrió al creer burlada la funesta maldición gitana: iría presuroso al taller a preparar gratis otro ataúd para aquel pobre hombre y con aquella estratagema, su obra maestra ya no sería su último ataúd.

Sintiendo la levedad de su ser, con el ánimo complacido, contento, mirando las tablas, los cinceles, los formones, las cintas de medir, empezó a ordenar el área de trabajo, dejando sobre otra mesa aquel último ataúd que dentro de poco ya no sería el último. Apenas empezó a serrar las maderas escuchó el llanto lastimero de una anciana, cuyo rostro, como en una bruma, le resultó conocido. El llanto y las lágrimas le impedían articular palabra a la pobre anciana, solamente señalaba el reluciente ataúd.

Poco a poco, como en otro mundo, empezó a escuchar los balbuceos de la vieja: mi hijo, mi pobre hijo, parece que no estuviera muerto.

Como traspasado por un rayo, sintiéndose empequeñecido, etéreo, reconoció de golpe aquella vieja voz. Y desde la ventanita de vidrio esmerilado, rodeado por la comodidad del tafetán, vio llorar amargamente a su madre y vio a su propia imagen diluirse entre las maderas del taller.

martes, 12 de julio de 2011

Garzanegra sobre Garzablanca / por David Arce

Una garzanegra baila la danza inmóvil

En el otro lado del mundo,

sobre el hilo de la vida,

una garzablanca inventa el equilibrio

¿Voy a escribir, después, sobre los dobles?

El cielo gris, sin estrellas

¿Con qué valor hablar del psicoanálisis?

Garza es mi pena, esbelta y negra garza,

¿Hablar luego de Sócrates al médico?

Cabezas brunas

de las garzas que vienen

de las lagunas.

¿Voy, después, a leer a André Bretón?

Las hadas del estanque,

son garzas virreinales.

¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?

Otra busca en el fango huesos, cáscaras

¿Cómo escribir, después del infinito?

Porque en el lago de gemas y tules

es una alegría de garzas azules.

¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora?

Junto al zócalo griego

la niña de la garza

mira la distancia.

¿Hablar, después, de cuarta dimensión?

Con sus ojos claros

de mirajes bellos,

con ansia de vuelo.

¿Con qué cara llorar en el teatro?

Junto al zócalo griego,

la niña de la garza

contempla el alba.

¿Hablar, después, a nadie de Picasso?

Las garzas van como en un entierro, sollozando

¿Cómo luego ingresar a la Academia?

Garzas inmóviles

equilibran la cuerda

¿Con qué valor hablar del más allá?

Sueña tender el vuelo

la niña de la garza.

¿Cómo hablar del no-yó sin dar un grito?

Garza es mi pena, esbelta y blanca garza,

sola como un suspiro y un ay, sola,

Son dos viejos caminos blancos, negros.

Por ellos va mi corazón a pie.

Nota:

Foto: Eva Lewitus
Texto: Fragmentos múltiples de poemas varios, de César Vallejo, José María Eguren, Miguel Hernández, y de otros poetas que me olvidé apuntar.

Agradecimientos:

A Eva por la hermosa foto y sus cariños

Al Rhada por la amistad y las malas ideas

A los demás amigos por llegar a leer hasta aquí

Y a mi mismo, sin ánimo de levantar polvareda.

© David Arce

El retrato / por David Arce

Recuerdo que al salir tuve dificultades en introducir la llave y que luego le di dos vueltas a la cerradura y comprobé que dejaba la puerta completamente cerrada. Sin embargo dos cuadras después me entró la duda. Yo estaba plenamente seguro de que la puerta estaba con dos golpes de chapa. Pero algo en mi interior me decía que debía verificar. Otra vez volvería a llegar tarde al trabajo. Inventaría una nueva excusa.

Regresé tratando de no pisar las líneas del piso. Ciento cuarenta y ocho pasos exactos me demoré en regresar. Saqué la llave y algo extraño sucedió. La llave que tenía entre mis manos era una llave muy antigua y no entraba en la pequeña cerradura. Entonces agudicé mi oído y escuché algunos ruidos detrás de la puerta y era algo más extraño porque no debía haber nadie dentro de la casa.

Revisé nuevamente mis bolsillos, pero no tenía otra llave. Entonces fue que la vieja puerta se abrió con ruido de portón viejo. La sonrisa fresca de una niña apareció diciéndome: “Abuelito, por fin has regresado”. Inicialmente pensé que me había equivocado de casa, miré la dirección: Calle Los Lémures Nº 888. Era mi casa, y yo a mis 28 años no tenía nietas. Sin embargo la niña insistía en llamarme abuelo.

Me tomó de la mano y casi ni reconocí mi propia casa desordenada, hasta que llegamos a la habitación de nuestros ancestros que parecían sonreírnos.

La niña, con lazos azules en el cabello, vestido celeste y babuchas celestes, no cesaba de sonreír. Observándola bien, estaba vestida a la usanza del siglo pasado. “Solamente falta que llegue el Guardián de los Retratos y por fin estaremos completos”, me dijo. Me señaló el Cuadro mayor que dominaba la sala de los retratos y, el retratado, todo desteñido parecía sonreírme.

Sentí un mareo, un leve desvanecimiento, como un suave remolino y me vi trasportado hacia el viejo retrato. Luego de un momento me di cuenta de que yo estaba mirando la Sala de los Retratos desde el cuadro del cual nunca había salido.

© David Arce

El guardián de los retratos / por David Arce

Después de mucho buscar trabajo en los periódicos de los domingos, y antes de dejar regados todos los papeles por el piso, me fijé en un aviso minúsculo, casi escondido, en un rincón de la enorme página. Recuerdo con claridad lo que decía: «Necesitamos guardianes de noche, excelente remuneración, grato ambiente de trabajo».

En aquel entonces mis solicitudes de empleo ya eran innumerables, largas colas en diferentes tipos de trabajo, y siempre la misma respuesta: deje su currículum y lo estaremos llamando.

Por eso aquella mañana soleada de otoño me dirigí sin ninguna esperanza, caminando casi como un autómata, hacia la dirección indicada. Había lustrado mis únicos zapatos y les había cambiado la plantilla de cartón para que no entrara el polvo de las calles.

Inicialmente pensé que me había equivocado de dirección: ninguna cola de personas con su clásico sobre manila en la mano, nadie en la salita de espera. Era un edificio antiguo, al costado de la Iglesia San Sebastián del jirón Ica. Las paredes desportilladas, la puerta desvencijada. Al fondo un viejo me miró y me dijo, pasa, te estaba esperando, tú debes ser el del aviso. La persona con la que debes llegar a un acuerdo recién viene a las siete de la noche, si deseas regresas o la esperas. Miré el sol y calculé que no eran ni las diez de la mañana. Como no me alcanzaba para el pasaje de regreso, me dirigí a la iglesia a descansar en las bancas. La misa había terminado y muchos viejos estaban sentados esperando por esperar. Me di cuenta de que casi todos estaban medio ciegos. Pensé que era una convención de ciegos, pero ni hablaban ni rezaban. Después del mediodía una monja gorda con nariz de ají rocoto reventado pasó con una enorme canasta de pan, que luego repartió entre los presentes. Me miró de mala gana y, después de pensarlo, regresó y me entregó otro pan. Luego vendría con un vaso de emoliente.

Al caer la tarde, una bandada de pájaros se paró sobre el ciprés enfrente de la iglesia. La casa del costado seguía con la puerta abierta.

A las siete en punto, un hombre enjuto y mal vestido, de pocas palabras, me entregó un sobre con mi pago adelantado y unas llaves. Usted se encargará de la vigilancia por las noches. Si desea se puede quedar a vivir en el cuarto del fondo.

Esa noche no pude dormir. Desde la iglesia llegaban voces de ánimas en pena, en mi pequeño cuarto estuvieron tocando la puerta toda la noche y sobre el techo de calamina parecía que no dejaba de caer piedras.

Al día siguiente mi cuerpo temblaba de miedo. Una mujer me miró sorprendida y me dijo vaya, duraste una noche, ¿no sabes que este sitio ha sido un cementerio hace mucho tiempo?

No le hice caso y me puse a regar las plantas. Barrí el local y acomodé algunos cuadros que estaban caídos. Varias fotos viejas del siglo pasado, raídas por el tiempo, yacían en el callejón. Todas tenían un nombre con la caligrafía Palmer que me enseñaron en el colegio. Y poco a poco el pánico se fue apoderando de mí al ver que la primera foto era del primer viejo que vi. Y las demás, con nombre y todo, correspondían con fechas diferentes a los ciegos que vi en la iglesia. Hasta había un retrato de una mujer con una nariz enorme y la inscripción de «Hna. Lucía». Al final, al voltear el último, mi sangre se congeló: era mi propia imagen, pero de ochenta años antes.

Entonces me rodearon todos y me miraron con alegría: sabíamos que regresarías. Los muertos nunca nos perdemos.

© David Arce

Crimen en Lima / por David Arce

A las seis y treinta de la mañana el reloj despertador empezó a timbrar sobre la mesa de noche y Jorge de la Piniela, médico anestesiólogo, alargó la mano y apagó la alarma, escondió el brazo bajo la frazada y se revolvió en la cama diciéndose cinco minutitos más, con la complicidad engañosa de saber adelantado treinta minutos el reloj. Luego de varios sueños cortos, se despertó sobresaltado ante la voz de la madre, que le gritaba desde la cocina hijito, se te va a hacer tarde otra vez, ya está listo el desayuno. Rápidamente se escabulló en el baño y, mientras le caía el chorro refrescante de agua fría, volvió a pensar que no tenía ganas de ir a trabajar. Ese día no tenía programada ninguna operación, pero de todas maneras su jefe lo quería de retén, por si acaso pasara algo, nunca se sabe. Tomó un café cargado, cogió la bolsa con dos panes que su madre la había preparado y salió corriendo a calentar el auto. La madre, desde lejos, le rogaba que tomara el jugo de papaya. El ruido del motor apagó las súplicas de la mujer. Abrió el portón automático y salió despacio, pensando en las pocas ganas que tenía de trabajar. El hospital donde laboraba estaba en el sur de Lima, a cuarenta minutos exactos. Ya estaba por entrar a la vía de Evitamiento, cuando recibió una llamada a su celular, sin saber que iba a ser la última.

Dos meses después, José Torres, flamante capitán de la división de homicidios, pedía permiso para ingresar al dormitorio del médico desaparecido y la pobre vieja, con todos los años encima, le suplicaba que encontrara a su hijo amado, que seguramente había sido secuestrado por los terroristas. El capitán tomó muestras de dos tipos de cabellos distintos de entre las almohadas y miró alrededor de la habitación, sorprendiéndose de que las características coincidían con lo que manifestaron los sospechosos. Cuando los policías ya estaban por retirarse, llegaron las tres hijas y se volvieron contra la madre, histéricas, por permitirles a los policías entrar como Pedro en su casa en los aposentos del hermano desaparecido.

Al comienzo los sospechosos, menores de edad, uno de quince años y otro de diecisiete, negaron todo tipo de relación con el secuestrado. La única certeza que tuvo el capitán José Torres fue, de que los dos estaban mintiendo, simplemente porque dieron versiones distintas.

Cuando el médico legista llegó a la escena del crimen, hizo una mueca de repugnancia porque, como él mismo explicaría después, la grasa, en el proceso de putrefacción, producía una sustancia pestilente llamada adipocira, que era capaz de traspasar el látex de los guantes. Y se lamentó durante una semana por haber pisado unos pedazos de grasa del difunto, cuya pestilencia no pudo sacar ni con lejía.

La llamada al celular le dio el pretexto perfecto para no ir a trabajar. Luego de arreglar un encuentro, Jorge de la Piniela marcó el número de su jefe y le dijo que su anciana madre se había enfermado repentinamente y que no iba a trabajar. Pierde cuidado, le dijo el jefe, tómate el día y no te preocupes, tu señora madre está antes que nada. Fue entonces que su vida cambió de rumbo y se dirigió al norte de la ciudad.

El capitán José Torres los amenazó con llevarlos al sótano de la comisaría y a torturarlos hasta que dijeran la verdad. Los vecinos nos han llamado diciendo que ustedes son reducidores de autos y que los venden por partes. Y que saben algo de la desaparición del médico Jorge de la Piniela. Cuando Marco vio que a su primo lo amarraron de los pies y lo empezaban a zambullir en una piscina, empezó a llorar.

Marco, de quince años, entre sollozos, le contó a su primo Esteban, de diecisiete años, que hacía cuatro meses conocí un médico que me daba muchos regalos, que me los llevaba al puesto donde vendemos golosinas en la playa de estacionamiento de la avenida Tacna. Primero se acercó a comprar como veinte soles en chocolates y caramelos, y me preguntó si quería dar un paseo en auto. Y yo le dije que no, porque mi hermana me había dejado solo en el quiosco. Pero empezó a llegar seguido por el quiosco y nos conversaba a la Pancha y a mí, hasta que un día le pidió a la Pancha que me diera permiso para que lo acompañara al cine. En vez de ir al cine me llevó a un bar y luego, un poco mareado, me llevó a su cuarto, donde vivía con su viejita. Allí me quedé a dormir, pero menos mal que nadie se dio cuenta. El doctor me daba muchas cosas, me invitaba varias veces al cine, me invitaba a comer, me compraba ropa, zapatillas y me llevaba a su casa para que durmiera con él. Pero quiero que suelten a mi primo para seguirles contando.

El médico legista, con la experiencia que lo acompañaba, con aire solemne, dijo que el muertito tenía un aproximado de dos meses de fallecido y por el tiempo transcurrido la causa de muerte sería mejor determinarla mediante la necropsia de ley.

Durante todo el trayecto, el médico Jorge de la Piniela sintió la ebullición de la sangre y la libido a flor de piel. Imaginó las escenas más agradables con Marco y pisó el acelerador. Todavía quedaba lejos, casi a la entrada de Lima, en el distrito de Puente Piedra. La llamada de Marco no le había extrañado, ya que no era la primera vez que el muchacho lo llamaba para encontrarse en el corralón donde el menor trabajaba de guardián durante las mañanas. El médico no sabía que estaba acelerando hacia su muerte.

Yo le voy a contar la verdad, Jefe. El doctor varias veces me invitó a su casa, pero la última vez algo debió darme, una pastilla, algo para dormir, porque no me di cuenta de lo que me hizo. En la mañana me desperté con mucho dolor y cuando fui al baño goteaba sangre. Entonces le conté a mi primo y me dijo para vengarnos; sólo le quería dar un susto y robarle su celular. El capitán José Torres escuchaba.

Alcánceme el acta para firmarla, capitán. Lo único que puedo decirle, aparte de la fecha aproximada de muerte, es que los facinerosos intentaron quemar el cuerpo antes de enterrarlo bajo el jardín; eso explica las quemaduras en la cabeza y el cabello.

Cuando el auto rojo llegó al corralón, Jorge de la Piniela, no necesitó tocar la bocina porque Marco ya le estaba abriendo la puerta. Apenas terminó de aparcar, Marco se acercó y se sentó en el asiento delantero y Jorge le preguntaba tanto me extrañas que a estas horas de la mañana me llamas y tanto te extraño y pienso en ti todo el tiempo que apenas me llamas vengo volando, y le agarraba todo el cuerpo, sintiendo las hormonas correr más rápido entre sus venas.

Entonces fue que mi primo Esteban se acercó por atrás y le puso la bolsa plástica y apretamos

tanto, hasta que vimos que no podía moverse. Nos asustamos; no sabíamos qué hacer. Mi primo me dijo parece que está muerto, mejor desaparecemos el cadáver, y lo metimos boca abajo en un cilindro, le echamos gasolina que sacamos del carro y le prendimos fuego. Algunos vecinos protestaron por el humo y el olor a quemado. Entonces lo apagamos y lo enterramos en el jardín.

Para llegar a conocer la identidad del muertito le recomiendo que le hagan todos los exámenes, incluidos los del cabello y de ADN. Y por favor llévenme a la oficina forense, que el trabajo es de nunca acabar, reclamó el médico legista.

Cuando sintió la bolsa encima de la cabeza pensó que se trataba de una broma, pero cuando el aire se le hacía más escaso comprendió, con sus conocimientos de médico, que hasta allí nomás le alcanzaba la vida. La última imagen que tuvo fue de niño, cuando su madre le compró un algodón dulce, para calmarle el llanto, y el deseo de una muñeca parecida a la de sus tres hermanas.

La prensa sigue diciendo que el doctor ha sido secuestrado por los terroristas, pensó el capitán José Torres. De no haber sido por los vecinos que nos avisaron que en este corralón se estaban desmantelando autos, nunca hubiéramos sabido que aquí mataron al doctor.

Con todo el dolor de madre por la pérdida del hijo, mirando los noticieros de la televisión, los pormenores que los diarios mencionaban de las declaraciones de los menores de edad, la madre del doctor reunió a sus tres hijas y les dijo: —Nunca se olviden de que a su santo hermano, que Dios lo tenga en su gloria, lo secuestraron los terroristas. Solamente nos queda esperar que nos pidan la recompensa.

© David Arce

El Tren Macho / por David Arce

Yo era una niña muy traviesa. A mis ocho años me gustaba trepar el cerro y mirar a los hombres que estaban construyendo el camino del tren. Se les veía contento. Silbaban, cantaban. Mis tres hermanos me acompañaban solamente los sábados, cuando no iban al colegio. Mi papá dijo que como yo era mujer no servía para el estudio. Recuerdo que mi mamá se pasó una noche entera hablando bajito con mi papá. No sé qué conversaron, pero al día siguiente me dijeron que yo estudiaría hasta tercero de primaria, que aprendería solamente a leer y que luego me dedicaría a las labores de la casa y del campo.

En mi pueblo de Huancavelica, todas las mujeres aprendimos a hilar. Para cualquier lado

que íbamos llevábamos el huso y tejíamos y tejíamos. Yo tejía mis sueños de niña. Algún día me iría a Lima y, cuando regresara, vendría manejando el Tren Macho, llenito de juguetes para todas las niñas y todos los niños de Huancavelica. Además, con muchos libros de todas partes del mundo.

Pero parecía que este sueño nunca se realizaría. Un día los hombres que construían el camino del tren dejaron de hacerlo. Y no volvieron a aparecer hasta diez años después. Para ese entonces, mis hermanos me enseñaron a escondidas varios libros y yo seguía soñando. A mi padre lo mordió un animal venenoso en la pierna, se le puso morada y luego negra, como la papa tabardillo. Murió después de cuatro días de fiebre, delirando y llamando a sus padres y abuelos, como si conversara con ellos. Todos lloramos varios días, aún hasta ahora, cuando nos acordamos escuchando los huaynos que más le gustaban.

Mi madre empezó a trabajar en el mercado, vendiendo comida y, como yo era la única mujer de todos los hermanos, le ayudaba a cocinar de madrugada. Los domingos eran días de feria y vendíamos más.

Un domingo la gente empezó a hablar en la plaza de armas que volverían a construir el camino para el Tren Macho que vendría desde Huancayo. Y la gente iba y venía. Por ese tiempo se casó el tercero de mis hermanos y nos quedamos solas mi mamá y yo.

Y entonces nos dedicamos a vender comida muy cerca de los rieles del tren.

Íbamos desde temprano y colocábamos las ollas sobre una cocina de adobes. Lo que más pedía la gente era el caldo de cabeza de carnero, las papas sancochadas y los huevos duros. A las ocho de la mañana ya habíamos vendido todo y luego pasábamos por el mercado para comprar las cosas para el día siguiente.

A mí me gustaba mirar cómo trabajaban los hombres, cómo levantaban las combas, aplastaban los fierros y ordenaban los durmientes. A pesar del frío, algunos se quitaban la camisa y se veía cómo corría el sudor por sus espaldas. A mi madre no le gustaba que hablara con los obreros. Mañosos son, me decía.

Uno de los obreros, alto, de manos grandes, dientes blancos y que comía doble, se las

arreglaba para dejarme como al descuido algún libro que yo leía a escondidas de mi madre. Recuerdo que el primer libro que me dejó fue María, de Jorge Isaacs. Como al cuarto libro me dijo, me llamo Efraín, como el del libro de María. Empezábamos a vernos a escondidas y me gustaba cuando me decía cosas bonitas al oído y acariciaba mi cabello y me decía eres linda cholita.

Nunca supe cómo se enteró mi madre. Lo cierto es que montó en cólera y ese mismo día decidió enviarme a Lima donde una de sus comadres que trabajaba en La Parada vendiendo papas. Me puse muy triste y solita en mi cuarto escuchaba en mi cabeza los huaynitos de mi tierra. En ese entonces no sabía si lloraba más por Efraín o por mi madre.

Mi madrina Domitila al comienzo me trataba bien, pero después creo que se puso celosa porque mi padrino mucho me miraba y me regalaba cosas. No sé cómo aguanté ocho meses de puro calvario; mi madrina me despertaba a las dos de la mañana y me decía que lavara todos los pañales de sus hijos. Cuando le decía que ya había acabado se molestaba y decía que los volviera a lavar porque estaban sucios y que ni para eso yo servía.

En mi cabeza seguía escuchando los huaynos de mi tierra y las palabras de Efraín. Una madrugada sentí que alguien me empujaba a un costado de mi cama. Al escuchar la voz de mi padrino borracho lancé un grito que despertó a mi madrina. Esa misma madrugada me echó de su casa.

Entonces empezó mi peregrinación por la gran ciudad de Lima, muchos carros, mucha gente. Y yo sola con mi atado de ropa. No sé cuántos días caminé, con hambre y con frío. Hasta que la buena suerte quiso que doña Blanca me encontrara y me diera trabajo en su casa grande. Todos me trataban bien; yo les enseñaba el quechua a los niños y ellos me corregían mi forma de hablar. El papá de los niños era ingeniero de los ferrocarriles y decía que el Tren Macho ya había sido inaugurado, que lo único malo era que con mucha frecuencia sufría desperfectos y se quedaba varado entre los cerros.

Un día el señor llegó contento diciendo que todos nos íbamos a ir a Huancayo y desde allí a Huancavelica en el Tren Macho y yo casi me desmayé de la ilusión de mi sueño hecho realidad. Pero rápidamente me desilusionaron. Me dijeron que yo me quedaría a cuidar la casa. Así que con lágrimas en los ojos me quedé esperándolos, escuchando los huaynos en mi cabeza.

Cuando volvieron, todos estaban dorados por el sol serrano, los labios agrietados, pero

contentos de haber conocido el valle del río Mantaro, los enormes cerros, los innumerables túneles que traspasaba el tren, y los niños abrían sus ojos para contar que existía una parte en que un puente de fierro unía dos cerros y que por allí pasaba el tren, y que todos rezaban con el corazón en la mano mirando hacia abajo, hacia el río. Traían papas de todas las variedades: blanca dura, señorita, huayco, rosada, runa, chacarera, azul, cuarentona, collareja, morada, ojo rosado, tuni blanca y muchas más que ya no me alcanza el aliento para nombrarlas; también trajeron ricos choclos de grano grande, queso serrano, habas, quinua y lo que más me gustaba, porque tenía sabor a infancia: bolitas de kiwicha.

Aunque en la casa de la señora Blanca tenía de todo y me trataban bien, sentía que algo me faltaba. En las noches soñaba que regresaba a Huancavelica manejando el Tren Macho llenito de regalos para todos. Y que allí en el andén estaba mi madre como siempre la recordaba y el Efraín con una señora y varios hijos. Entonces me despertaba llena de sudor y de espanto.

Después de varios años, me armé de valor y le dije a la señora Blanca que quería regresar a mi tierra. Ella me miró y preguntó si quería ir solamente de vacaciones. Yo le dije que no, que quería irme para siempre. Al comienzo no quería que me fuera de la casa y trató de todas las formas de convencerme, pero al ver que mi decisión era firme y decidida, no tuvo más remedio que dejarme ir. Me dio más dinero del que yo tenía juntado y me dijo que las puertas de su casa estarían siempre abiertas y que yo podía regresar cuando quisiera.

Entonces empecé a hacer realidad mi sueño. Me fui a La Parada a comprar un montón de cosas para llevarle a mi madrecita. Miré a mi madrina que estaba peleando con una señora, pasé delante de ella y no me reconoció.

Con todas mis cosas fui a la Estación de Desamparados en el centro de Lima y tomé el tren a Huancayo. Un silbido estremeció el aire y luego un traqueteo empezó a mover la tierra. Con el movimiento lerdo tuve ganas de vomitar y menos mal que se me pasó rápido al tomar un mate de coca. Y poco a poco me quedé dormida. En Ticlio, la parte más alta de la cordillera, me despertó el frío. Afuera se veía la nieve. Me arropé y volví a quedarme dormida, hasta que llegamos a Huancayo.

Por todos lados escuchaba la música de mi tierra. Y una voz conocida gritó por el megáfono que dentro de diez minutos saldría el Tren Macho rumbo a Huancavelica. Era la voz de Efraín y estaba en una caseta con dos niños muy parecidos a él. Me miró, pareció reconocerme porque me sonrió pero solamente se limitó a saludarme: Buenos días, señora, pase usted adelante. Uno de los niños le preguntó: Papá, ¿puedo jugar en la locomotora? Ya te he dicho que no puedes, le respondió Efraín.

Subí al tren con todos mis paquetes y me senté junto a la ventana para ir mirando todos los colores del verde de los cerros. Algunas llamas pastando, algunas casas con su torito de Pucará en los techos, algunos perros ladrando el paso del tren.

A veces el tren paraba y como que regresaba, decían que para retomar fuerza para poder subir los cerros. Otras veces paraba por las puras, para que la gente desentumeciera las piernas, o para desaguar los vientres. Yo quería que llegara cuanto antes.

Entonces vi desde lejos mi Huancavelica querida acercarse como en mis sueños. Deseé con todas mis fuerzas que mi madre estuviera en la estación. Pero no estuvo. Solamente algunos vendedores revoloteaban por el andén y se metían a los vagones.

Mi pueblo pequeño había crecido y a duras penas pude ubicarme. Ahora la plaza de

armas tenía las calles asfaltadas, las casas varios pisos, y las tiendas eran muy modernas. Al llegar a la casa de mi madre, me ayudaron a bajar todas las cosas, toqué la puerta suavecito y esperé con emoción poder abrazarla. Pero nadie abrió. Toqué más fuerte y unos perros ladraron. Mi madre no estaba.

Una vecina salió a preguntar quién era y a quién buscaba. Era una vecina desconocida. Me dijo que la señora que antes vivía allí había muerto hacía un par de meses y que la casa estaba abandonada, que solamente venían de vez en cuando los hijos de la señora a limpiar los yerbajos. Me quedé llorando en el poyo, mientras la vecina llamaba a sus perros y espantaba a las gallinas. Barrí la sala y desparramé las cosas que llevé para mi madre. Ahora nada tenía sentido. Mi sueño parecía fragmentado como un espejo roto. El traquetear del tren me devolvía a la realidad.

Al día siguiente saqué los libros de las cajas y decidí hacer una biblioteca. Para mi asombro aquella tarde llegó el primer lector: Efraín, quien me pareció más joven. Le pregunté por su trabajo y me dijo que estaba de maestro en la escuela rural. Te sigo esperando, me dijo queriendo tocar mi mano. Con mi corazón lleno de rabia le reclamé por qué me fastidiaba estando casado. Entonces abrió su boca con sus dientes blancos y lanzó al aire la carcajada más cristalina que jamás haya escuchado. Sus manos enormes tomaron las mías y me dijo: sonsa, seguramente has visto a mi hermano el que trabaja en la estación del tren en Huancayo; muchas personas lo confunden conmigo.

En medio de toda mi amargura me sentí feliz. Los niños necesitan una maestra como tú, me dijo. Y me dio un beso con sabor a cañas de mayo del lugar[1].

No bien hubo salido el Efraín, escuché la voz de mi hermano mayor llamándome y mi corazón saltó de alegría. Nos abrazamos fuerte y tiempo faltó para contarnos todo lo que habíamos vivido por separado. Después de un rato, me dijo vamos a ver a mamá. Y yo le dije vamos, pero déjame juntar un ramo de flores, pensando ir al cementerio. Cruzamos varias chacras y antes de quitarle la tranca al portón, silbó dos veces. Se acercaron dos perros. Me dijo: esta es mi casa, hermanita. Nuestra madre está allí cerca de la cocina. Sus ojos ya no ven, pero acércate para que te toque con sus manos, que son sus ojos. Y yo, sorprendida, no podía creer que mi madre estuviera viva.

Mi hermano luego me contó que, como mi madre ya no veía, todos los hermanos decidieron alquilar la casa a una señora que pobrecita había fallecido hacía dos meses.

Abracé a mi madre con mucho cariño mientras sus manos arrugadas exploraban mi rostro y una algarabía de sobrinos hacía fiesta a nuestro alrededor.

A lo lejos bramaba el Tren Macho.

©David Arce

El autor es un escritor peruano ganador de varios premios en certámenes de cuentos en su país. Además de desempeñarse como médico psiquiatra practica la fotografía artística. Este cuento narra la historia de una mujer que se negó a vivir en la ignorancia y prefirió luchar por sus humildes sueños.

[1] Idilio muerto, de Los heraldos negros, César Vallejo.

Doble homicidio / por David Arce

Un asesino ha violado a una niña y la policía lo ha capturado a balazos llevándolo al quirófano desangrándose. Los cirujanos usan las únicas tres unidades de sangre Rh negativo y solicitan más.

Rápidamente se activa el sistema de alarma de todos los bancos de sangre y envían las treinta unidades de toda la ciudad.

Después de tres horas los cirujanos salen contentos por haber salvado una vida.

Casi al mismo tiempo, la niña violada llega exangüe a Emergencia, sin saber que su homicida también le ha robado la última unidad de sangre que ella precisaba para vivir.

David Arce

La espera / por David Arce

Entonces reconocí la mirada de la fotografía, el frío glacial del condenado a muerte. El instante eterno detenido en un segundo.

Recordé aquella mañana fría y a aquel hombre sin rostro que me rogó que le ayudara a colgar el retrato.

Como no estaba apurado entré en aquella casa donde desde la pared nos observaban numerosos rostros sin nombre.

Apenas colgué el cuadro sentí una fuerza extraña que me succionaba el rostro.

Y sin saber leer ni escribir, quedé atrapado en aquel retrato. Solamente recuerdo al ladrón llevándose mi rostro.

Yo no tengo prisa.

Con paciencia sigo esperando que alguien mire mi fotografía o por lo menos que lea estas líneas.

©David Arce

Penélope / por David Arce

El amor no tiene tiempo, y las promesas tampoco. Por eso Penélope sigue sentada, esperando, a la puerta de la casa. Su palidez se confunde con el blanco de la silla, que al ojo distraído parecería vacía. El sol cae de costado y resalta su blancura. Una maceta con geranios rojos apoyada sobre un tronco y una maleta marrón de cuero natural la acompañan en la espera.

Lo que ella no sabe es que al otro lado de la puerta, mirando el buzón, esperando una carta, está el amado que ella espera.

Alguien pasa silbando una canción de Serrat y, al ver la escena, piensa: así son los amores extraviados.

David Arce

Fotos de Lidia Ferdmann y Álida Núñez

Soy Inca, y lo digo a boca llena / por David Arce

Si lees en los libros, revistas y periódicos, encontrarás que yo ya estoy muerto. No les creas. Tal vez te dirán: mira aquí, muy claro dice que nació un 12 de abril de 1539, una clara mañana de otoño, en el ombligo del mundo, entre olores de eucaliptos, arrayanes y de tierra recién mojada por la lluvia. Y eso sí es verdad, porque en los libros de registro encontrarás a un tal Gómez Suárez de Figueroa, y ese fui yo, con otro nombre en el mismo tiempo, casi en el mismo tiempo en que trocósenos el reinar en vasallaje. Mi madre, la hermosa ñusta Palla Chimpu Ocllo, bautizada en las leyes de Cristo como Isabel, nieta por rama natural del Inca Túpac Yupanqui y sobrina del Inca Huayna Cápac, me enseñó todas las cosas que debe conocer aquel que, como tú, ha nacido en los majestuosos Andes peruanos.

De niño me llevaba ya en su regazo, ya en su espalda, a la usanza de nuestros antepasados, me enseñaba el nombre de los animales, de las plantas y el valor de nuestra tierra. Mientras yo me paseaba y me subía por entre las grandes piedras de la fortaleza de Sacsayhuamán, ella, con su voz melodiosa, me cantaba y contaba la historia de nuestros antepasados, como yo te la estoy contando a ti. Me decía, como te lo digo yo, que es mentira que no teníamos escritura. En verdad no usábamos papel ni tinta, pero todo quedaba grabado, a fuego sagrado, como cuando marcan a las bestias. Así quedaban impresos los olores, los cultos, las tradiciones y los conocimientos, en nuestros cerebros y en nuestros corazones. Algunas veces, como quien anota algo importante, para ayudarnos a recordar, utilizábamos los quipus.

Muchas veces recibíamos visitas de nuestra familia imperial, y yo hasta ahora recuerdo claramente todo lo que escuchaba. Los ancianos, siempre dando gracias a taita Sol, taita Dios, entrecerraban los ojos y contaban desde el principio de todas las cosas por estos lares, desde que nuestros primeros padres salieron de las aguas del lago Titicaca y caminaron y caminaron, llevando sus mazorcas de maíz, tanteando el terreno fértil con una barreta de oro, hasta que llegaron al pueblo donde nací y vieron que la tierra era buena porque apenas picaron, la barreta de oro se hundió en las faldas del cerro Huanacaure. Esa fue la señal de nuestro padre Sol del inicio de un gran imperio. Y, como eran hijos del Sol, reunieron a la gente que, dispersa y sin orden, caminaba por esos lares y les enseñaron todo lo que ellos sabían. Lo primero que hicieron fue una fiesta en honor a nuestro padre Sol, bailando y bebiendo chicha, dándole también de beber a la Pachamama, nuestra madre tierra.

Aprendí con paciencia a jugar con la arcilla para modelar los keros y otras vasijas de cerámica, pintarlos con los colores del Imperio y hornearlos a fuego lento, como estas palabras que te estoy diciendo. Aprendí todas las cosas a su debido tiempo: el arte de los nudos, de las celebraciones a los apus, los modelos a escala reducida de su arquitectura sobria. Y lo más importante, el arte de conversar con los metales, porque con ellos no se lucha, se conversa, se les habla quedo y con cariño. Del oro te diré una gran verdad: es el metal de nuestro padre el Sol. Los ancianos me dijeron, como te lo diré a ti, el lugar exacto donde escondieron el oro que pidieron los españoles para el rescate de Atahualpa, cuando se enteraron del engaño y de que ya habían ejecutado a uno de nuestros últimos incas, porque el último vino del Cusco, hijo de nuestro padre Sol, que permaneció en el anonimato y en las oscuridades de los túneles del Camino Inca, por ser albino. Todo lo tenía guardado en mi corazón, hasta hoy que se me ha dado por hablar de nuevo, mirándote a los ojos, escarbando en las letras de fuego de tu corazón, con la certeza de que el vasallaje no durará para siempre, y que tarde o temprano volveremos a ser el imperio grande y hermoso que una vez fuimos.

También encontrarás, si eres un acucioso lector, que mi padre fue conquistador de noble linaje de Castilla, don Sebastián Garcilaso de la Vega Vargas, que me enseñó a querer a mi madre, a mis costumbres, las tradiciones de mis ancestros y, además de darme su amor, me educó en la escritura de su lejana tierra y en la religión que profesamos y de la cual me confieso creyente.

Le agradezco la instrucción recibida, pero no todo fue como él lo hubiera querido: las leyes imperantes en esos tiempos, que de alguna forma persisten ahora que te estoy hablando, en el fondo son lo mismo. Apenas a mis veintiún años, huérfano de padre, con las pocas cosas que mi madre me pudo dar, viajé a España, conocí el mar y el miedo al mar. Y el terrible ocio de ver entre cada bamboleo, agua y más agua, agonizando en la espera de ver un pedacito de tierra. Entonces me sentí entre dos razas, como si no perteneciera a ninguna. Ahora sé que solo es una ilusión y que todos somos habitantes de una sola tierra, sin distingos. Todavía recuerdo que a los hijos de español y de india, o de indio y española, nos llamaban mestizos, por decir que somos mezclados de ambas naciones; esto fue impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en Indias; y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación, me lo llamo yo a boca llena y me honro con él. Aunque en Indias si a uno de ellos le dicen eres un mestizo, lo toma por menosprecio, podrá ser a cualquiera, menos a mí.

Reclamé ante el Consejo de Indias lo que legalmente me pertenecía, pero sin resultados, y agradezco eternamente la ayuda de mi tío, el capitán Alonso de Vargas, que supo acogerme y ayudarme a terminar con mi instrucción, al punto de ser perfectamente bilingüe. Por su consejo decidí ingresar a la milicia al servicio del Rey, y a los treinta y un años conseguí el grado de capitán en un combate en la guerra de las Alpujarras contra los moriscos en 1570, el mismo año en que falleció mi tío mentor, dejándome parte de su herencia, que llegué a disfrutar quince años después. Vanos fueron mis intentos por regresar al Cusco pues siempre sucedían algunas cosas que me lo impedían.

En 1591, ya me fue imposible regresar a América. Decidí radicar en Córdoba y volver a vivir a través de mis recuerdos. Y, para que no se perdiera nada de lo acontecido, me dediqué a hacer nuevos nudos, a escribir y publicar. En 1596 redacté un documento autobiográfico: La relación de la descendencia de Garci-Pérez de Vargas (Lisboa, 1605), La conquista de la Florida (1605), Comentarios reales de los Incas (Lisboa, 1609), Conquista del Perú (1613).

Cuando estaba trabajando en el libro Historia general del Perú, los libros dicen que fallecí el 23 de abril de 1616. Pero, como te dije al comienzo, no les creas; aún persisto y vivo para siempre, como fuego sagrado grabado en tu mente y latiendo a cada instante en tu corazón, el único lugar donde queda El Dorado.

© David Arce

El pueblo dorado / por David Arce

Yo me llamo Dionisia Choropampa. Soy la más vieja del pueblo y soy enfermera. Aquí he nacido, aquí he crecido y aquí he regresado para cuidar a mis paisanos en la posta del pueblo. Por eso me extraña que después de tantos años de visitar casa por casa a mis vecinos, aplicando vacunas a los más pequeños, enseñando a lavarse las manos y ayudando a construir letrinas, ahora me salen todos con que nadie me quiere ni saludar.

Primero fue el señor alcalde, que me lo encontré de frente, cuando se dirigía a su chacra montando su bestia, y ni decir que no me vio; nos cruzamos cara a cara en el camino. Lo vi pálido. Pensé que continuaba con vómitos.

Luego fue el panadero de la esquina, que apenas me vio volteó la cabeza y no quiso saludarme. Cogió su canasta de panes y siguió su camino sin hacer caso a mi llamado.

Más tarde pasó la lechera cargando sus porongos y, saltándose mi casa, siguió repartiendo la leche, sin mirarme siquiera.

Yo entonces me molesté y fui a tocar la puerta de mi vecina Rosaura para preguntarle por qué la gente a quien yo misma atendí después del derramamiento de mercurio ahora no quería hablarme ni decirme nada.

Pero estuve tocando la puerta por las puras. Solamente los perros salían a ladrarme.

Me di cuenta de que era domingo y pensé que toda la gente estaba en la iglesia. Y caminando para la iglesia recordé la vez cuando el señor alcalde llegó pálido y con vómitos incontenibles a la posta. Luego fueron llegando uno por uno todos los pobladores; algunos niños no pudieron llegar y murieron en el camino. Yo misma les coloqué el suero y pedí ayuda por telégrafo al médico de Cajamarca. Todos los pacientes me dijeron que habían recogido el mercurio derramado por la compañía minera y que los niños jugaban con el metal líquido entre las manos, que parecía como gusanos de plata. Otros decían que lo pasaban de mano en mano, asombrándose de que pesara más que el agua misma. La única que no tocó el mercurio fui yo.

Pero creo que de nada me sirvió, porque con tanto paciente mis manos se volvieron de plata y

hasta mi alianza de oro se volvió blanca. Fue muy difícil. Muchos se morían en mi delante, como pajaritos. Y yo sin poder hacer nada. A las dos semanas recién llegaron los médicos de Cajamarca con escafandras, guantes, y numerosas ambulancias. La compañía minera envió equipos especiales para recoger los restos de mercurio. Para esa fecha ya todos habíamos enfermado, muchos padecían convulsiones incontrolables y era muy penoso mirarlos.

De camino a la iglesia me encontré con un parvulito gateando en la tierra y al ver que nadie lo cuidaba me acerqué a cargarlo. Al mirarle la carita me percaté de que se parecía mucho al primer niño que murió en la época del derramamiento de mercurio.

Miré el cielo azul, los campos secos, las casas decrépitas con las puertas abiertas, las calles desiertas con los perros flacos ladrando al aire y en ese preciso instante tuve la certeza de que este pueblo dorado ya no existía más. Todos estábamos muertos. Y yo no era nada más que una de las tantas ánimas en pena.

©David Arce

El cumpleaños / por David Arce

Cerré la puerta lentamente, sin hacer ruido. Acababa de convertirme en asesina. Afuera, silencio absoluto. Momentos antes parecía que el estropicio despertaría a todo el mundo. Solo después, mirando los restos de sangre salpicada por doquier, me di cuenta de que tuve suerte al no haber sido descubierta. Limpié y dejé todo como si nunca hubiera sucedido nada. Más tarde, después del almuerzo, la feliz cumpleañera quiso llevarle maíz a Moquillo, el pavo engreído. Sus ojitos aguados se desesperaron buscándolo por todo el corral.

Cuando descubrió la cabeza cercenada, no gritó. Solamente me miró y me mató para siempre con su mirada.

©David Arce

La Cárcel / por David Arce

No fue como los demás niños. Leía horas y horas gruesos libros tumbado en la hamaca de la abuela Mercedes. Por momentos detenía la lectura, alzaba la mirada y soñaba sonriendo. Le gustaba mucho las novelas de Julio Verne. También gozaba con la misma emoción los relatos de la abuela Mercedes quien le contaba historias de sus ancestros, según ella, de los tiempos antiguos de cuando las culebras todavía caminaban paradas.

Sólo se levantaba para jugar a solas algunos de los innumerables juegos que él mismo inventaba. Infundía vida a las cosas inanimadas. Las piedras, según forma y tamaño, eran lagartijas, pacasos, churumbos, o algún simple cololo. El juego más entretenido era el Juego de la Selva, en su pequeño huerto. Allí también podía pasarse horas y horas sin aburrirse, oliendo tal o cual flor. Mirando insectos llenos de polvo amarillo. Esperando que madurasen las guayabas. Siguiendo el discurrir del agua. Tapando o abriendo canales, cuidando que los ríos no desbordaran ni inundaran las casitas de las hormigas. Conocía a cada una de las plantas por su nombre, les hablaba y les hacía lluvia si las veía suficientemente fuertes. Confabulábase con el sol para trazar colores en el aire.

Entre él y el sol existían lazos profundos. Los dos acudían a sus citas matinales. Se levantaba temprano y trepaba el cerro Ñañañique, se sentaba junto a la cruz y esperaba El aire frío de la noche huía espantado ante la revolución de colores que nacía allá lejos en el cielo. Luego bajaba rodando las piedras, rumbo a la cárcel de niños.

La escuela es una cárcel donde maniatan a los niños con cadenas invisibles. No le gustaba la escuela, ni las lecturas obligatorias, ni la inmensa profesora que castigaba sin cesar: ¡Niño, no debes reír! ¡Niño, no debes llorar! ¡No te muevas! ¡No juegues! ¡No te ensucies!…

Fue difícil la lucha con la profesora que triunfó en apariencia: aprendió los buenos modales, a saludar a la vecina y a dejarse besuquear y jalar los cachetes por cualquier señora. Aprendió a no ensuciar su pantalón blanco, a comer con tenedor y cuchillo, a saberse aguantar las ganas de abrazar al mendigo. Aprendió a comportarse como los demás, a vivir una vida llena de mentiras y engaños. Pero al hombre no se la mata así no más.

Cuando falleció su madre, doña Lastenia Morales, se fue secando poco a poco, sin ganas de comer ni de dormir ni de jugar, como si el sol se hubiese oscurecido. La abuela Mercedes creyó conveniente suplicarle a doña Blanca Seminario, la hacendada de Talandracas, que lo cuidara por un tiempo, mientras se recuperara, le dieron un cuarto-para-el-solo y dispuso que el fiel Virgilio cumpliera con las órdenes del curandero.

Una mañana soleada, cuando parecía que se sentía mejor, y sin que nadie lo viera, dejó las sábanas de su cuarto-para-el-solo, cruzó el bosque de algarrobos, llegó descalzo donde los jornaleros y se mezcló y bebió de sus amarguras, veía el rostro pálido de su madre muerta en el rostro de cada uno de ellos.

La fiebre alta no bajaba ni con las pencas de sábila ni con el agua fría de la noria. Allí lo encontró doña Blanca Seminario, la hacendada. Muy buena doña Blanca, recogió al huerfanito, hijo de mala madre al decir de la gente.

Ya curado, doña Blanca lo envió a la ciudad. Allá lo esperaba la soledad absoluta, que ni la Universidad, ni sus estudios de Medicina pudieron neutralizar. Se le torció el cerebro al pobrecito y terminó donde terminan los que piensan como él: en el manicomio.

©David Arce

Tambogrande / por David Arce

Cuando éramos niños y jugábamos fútbol en las canchas de tierra de nuestro pequeño pueblo nunca imaginamos que aquellos forasteros que venían con aparatos y que trazaban medidas nos cambiarían nuestras vidas por completo. Muy pronto construyeron una caseta de operaciones. Luego empezaron a llegar los primeros tractores y camiones enormes.

Los recelos de los ancianos fueron disipados cuando nos construyeron una escuela de material noble y repartieron útiles escolares a cada uno de los alumnos. Casi al finalizar el año, llamaron a cada propietario para ofrecerle una gran suma de dinero por sus casas. Y lo que era nuestro pueblo se fue achicando poco a poco. Mi abuelo, analfabeto, decía con los dientes apretados, algo están tramando estos jijunas. Hasta que le trajeron un documento para que colocara su huella digital. Él les dijo que quería examinarlo detenidamente y que esperaran hasta el día siguiente.

Y esa noche, a la luz de los candiles, me pidió que leyera como veinte veces lo que decía aquel contrato. Nos daba muchos beneficios a cambio de venderles nuestra casa con la chacra incluida. Algo traman estos negociantes, dijo mi abuelo, y se fue a dormir.

Al día siguiente nos enteramos de que debajo de todo el pueblo existía un yacimiento de oro, el más grande del Perú. El abuelo nos reunió y nos dijo que económicamente nos convenía vender nuestra tierra, porque con el dinero podríamos comprar como veinte casas, construidas de concreto y no de barro como la que teníamos. Y mi abuela le dijo, pero si en este pueblo están enterrados nuestros hijos, nuestros padres, nuestra familia, todos nuestros ancestros. Las chacras serán destruidas y los limoneros en flor se extinguirán. Entonces el abuelo, que ya esperaba esta respuesta, reunió a todos los del pueblo, les explicó lo mejor que pudo y decidieron no vender nada.

Todos los campesinos de Tambogrande estuvimos de fiesta varios días y nos dispusimos a luchar por la tierra que nos vio nacer, que nos daba la vida y que después de muertos nos cobijaría. Muchos hablaron y se comprometieron a defender aun a costa de su vida la tierra sagrada. Pero en los próximos días sucederían varios eventos que asustarían a mucha gente.

El primero en amanecer muerto fue mi abuelo: lo encontraron ahogado en el pozo; al parecer perdió el equilibrio cuando iba a recoger agua para los animales. A don Prudencio, el secretario de actas, también lo encontraron muerto debajo de una pared carcomida por el tiempo, y a don Severo, el tercer miembro de la junta directiva, lo encontraron degollado. La policía encarceló a un campesino de Frías acusándolo de abigeo y de matar a don Severo. Aunque nadie lo decía, todos en el pueblo sabían que detrás de todas estas maniobras estaban los propietarios de la minera.

Poco a poco, la gente empezó a vender sus tierras a precios muy bajos, mucho menos de lo que ofrecieron inicialmente. Otros simplemente huyeron dejando desperdigados sus enseres como si el mismo diablo hubiera aparecido por el pueblo. Solamente mi abuela se negó a vender o a dejar la tierra. Vio, entristecida, cómo se morían las plantas que con tanto cariño había cultivado con el abuelo. Decían que era la sequía. Nosotros sabíamos que arriba, en la quebrada, habían derivado las aguas hacia otras tierras.

Y así nos quedamos solos durante algún tiempo porque la empresa no podía hacer nada si por lo menos quedaba algún habitante. Ni los ruegos del Presidente de la República pudieron con la terquedad de mi abuela. Hasta que se murió de muerte natural y a mí me acusaron de no cuidarla y de haber propiciado su muerte. Hicieron un juicio público y me condenaron a cadena perpetua por homicidio doloso. Luego, no supe más.

No sé si primero fue mi abuela o mi abuelo, pero lo cierto es que todos los muertos de Tambogrande se acercaron y juntos me dijeron que por las puras estaba escribiendo esto, que a nadie de los que creen que están vivos les va a interesar estas cosas que ocurrieron hace mucho tiempo en un pequeño pueblo soterrado en los confines del mundo.

©David Arce

Treinta y tres / por David Arce

Los treinta y tres nos quedamos atrapados en el fondo de la mina. Fue casualidad que nos reuniéramos a la hora de la comida cuando ocurrió el estruendo del desplome y luego nos invadió la oscuridad total que solamente era rasgada por las luces de nuestros cascos. Los más jóvenes sentimos pánico de morir enterrados y lloramos. Luego nos organizamos y racionamos los pocos alimentos enlatados. La temperatura era tan alta que tuvimos que despojarnos de nuestras ropas y aprovechar las aguas que filtraban a través de las paredes de la mina. Pensábamos que nunca más volveríamos a ver a nuestras familias. Inventamos juegos para matar el tiempo. Esperamos.

El milagro del primer contacto ocurrió a los diecisiete días. Lo sabíamos porque empezamos a rayar las paredes día por día para llevar la cuenta del paso del tiempo. Algunos de nosotros teníamos relojes y eso nos impedía desorientarnos en el tiempo. Ese día escuchamos el golpetear de un martillo. Hicimos silencio y luego nos reímos como locos. Tomamos un papel y escribimos: Estamos bien en el refugio los 33.


Entonces renovamos las esperanzas, poco a poco nos proporcionaron alimentos y después comida caliente y útiles de aseo. También nos dispusieron horarios para comunicarnos con nuestras familias, pero todavía quedaba la duda de nuestro rescate. Nos decían que los de arriba trabajaban duro, día y noche, para rescatarnos salvos a todos los treinta y tres.La roca era muy dura e hicimos varios planes para rescatar a los treinta y tres. Los ingenieros diseñaron una cápsula en forma de misil para introducirla al fondo de la mina con la ayuda de instrumentos de precisión parecidos a los que se usan en las películas futuristas.

Los periodistas entrevistaban a los familiares, les mostraban fotos de los mineros atrapados, los filmaban en esos momen

tos emotivos, cuando derramaban lágrimas, y desde ese campamento en el desierto de Atacama, enviaban a sus respectivos países las noticias frescas. Hasta que llegó el día especial, el 13 de octubre, y, por orden del Presidente, descendió el primer rescatista hasta el fondo de la mina y luego la cápsula Fénix sacó consigo uno por uno a los mineros, pertrechados con uniformes que nunca usamos cuando estamos en la

mina y con lentes oscuros para no deslumbrarnos ante los flashes de la prensa mundial. Todo el día demoró nuestro rescate. Nos llevaron a clínicas limpias y hasta los dientes nos examinaron.

Aunque en el fondo, muy en el fondo, creemos que no somos solamente treinta y tres los mineros que quedamos atrapados; creemos que todavía hay muchos más bajo tierra, tanto en Chile como en el resto del mundo. Y los que escribimos esta nota, como si fuera una botella al mar, todavía permanecemos encerrados en el peor de los encierros: el del anonimato y la indiferencia de los demás.

A todos nos han hecho muchas ofertas y regalos, aparatos tecnológicos de punta, GPS, teléfonos satelitales, ordenadores portátiles, viajes a Florencia, estudios de por vida para nuestros hijos y nos han dicho que saldremos en el libro Guinness de récords. Nos hemos alegrado con cada abrazo y conmocionado por haber resucitado

Aunque tenemos la secreta esperanza de que esta nota llegará a tus oídos.

©David Arce

Honor sexual / por David Arce

Cualquiera diría que apenas llegadas las ocho, que como sabemos era su hora de salida, el médico saldría apurado rumbo a su casa, pero no, si nos fijamos detenidamente, sabríamos que pocos minutos antes de las ocho de la noche recibió una llamada, ¿Aló doctor Ponce?, sí él habla, le habla la Fiscal de turno doctor, ¿podría esperar un momento que tenemos detenidos?, por supuesto doctora, contestó el médico que ya antes se había fijado en el rol de guardias y sabía que le correspondía ese turno de guardia de retén.

Mientras esperaba, llegaron unas enfermeras asustadas trayendo a la niña que se había fugado del hospital y a quien tenía que haber examinado en la tarde, cosa que no se hizo porque así suceden las cosas de la vida, que vaya a saber Dios, las hace tan enrevesadas, doctor por favor dígale a la fiscal que deje sin efecto el acta que levantó y donde nos echan la culpa de que se haya escapado la niña, asustadas las enfermeras, si supieran que esas son cosas pequeñas ante la magnitud de la vida…

Y luego llamaría otra vez la Fiscal, doctorcito tenemos dos levantamientos de cadáveres, uno en Collique y otro en el Cayetano, y el médico pensó en la distancia y en el tiempo y en la llamada telefónica que quería realizar, ¿El tiempo es una superficie oblicua y ondulante que sólo la memoria es capaz de hacer que se mueva y aproxime?, esas son tonterías que sólo a los sabios se les ocurre hablar en difícil, pero estando a lo acordado, se montó en la camioneta, en el asiento de atrás, escuchando su reproductor de música MP3, que en vez de música, estaba tocando su última clase de inglés, Is there a grocery store near here? Is there a restaurant around here? Is there a Burger King next to the hospital? How many meals do you eat during a day? nomás llegando, el olor del cadáver de un día le disipó ligeramente el ardor de la barriga, un muchacho joven, veintiún años, accidente de bicicleta, y la pregunta eterna de la muerte y de la vida, y la banalidad de preocuparse en cuentas de agua, electricidad, teléfono, y muchas otras deudas que tenemos que pagar antes de retirarnos a la siguiente habitación que nos espera y que nadie ha visto y que nadie sabe lo que es.

Nuevamente a la camioneta, al otro hospital, mientras las enfermeras asustadísimas seguían esperando en el local de Medicina Legal, con la niña fugada, pero esta vez acompañada de su madre. Menos mal que en el Hospital, los familiares del difunto ya habían conseguido un certificado de defunción, y todos dolorosos, rápidamente vestidos de luto y llorando por ellos mismos, por que perdieron la esperanza de volver a ver al finado querido o mejor dicho teniendo la certeza de que esta ausencia es para siempre, y que ya nunca más, esto si Dios lo dispone así, nunca más volverán a verlo, dependiendo de la perspectiva de la eternidad, pero dejémoslos a ellos en su dolor que escrito está que todo esto tiene que acontecer antes del fin de los tiempos y que no cae un solo cabello si no es por la voluntad del Señor, aunque la voluntad de la Fiscal es retener al médico y hacerle parecer que nunca más en su vida volverá a dormir, porque si nos fijamos en el reloj, un reloj bonito para una mano bonita, la de la Fiscal, nos damos con la sorpresa que ya es pasada la medianoche, y la llamada telefónica y la cama y el estómago y la llamada telefónica, no se preocupe doctor, después que examine a la niña que se fugó lo llevaremos a su casa en la camioneta, y sí, en verdad fue así, aunque muchos descreídos lo pongan en duda.

De regreso, en el local recién inaugurado de Medicina Legal, las enfermeras asustadísimas, medio soñolientas, se despabilaron moviendo las piernas, queriendo hacer creer que nunca se habían dormido en tremenda espera. El médico se limitó a observarlas y a sentir un poco de pena, pena por ellas y por la niña y la madre, pero más pena por la cena sin comer, por la llamada telefónica que ya no realizaría, y por demorar en descansar su cabeza en su cama de siempre. Cuando las enfermeras vieron llegar al médico, más muerto que cansado, quisieron entrar todas juntas en aquel espacio reducido, entonces decidió, entre sueños, solamente escuchar a la niña fugada y a su madre, y ustedes por favor esperen en el pasillo:

Yo no sé nada, dijo la madre, que le cuente ella, ella misma ha hecho todo, ha ido a la comisaría, a puesto la denuncia… como dicen, la madre es la última que se entera.

Observo a la niña, una menor regularmente aseada, con trajes a la usanza de la sierra central del Perú, con dos trenzas con cintas de colores y unas chapas rojísimas en la cara, y me empieza a decir, con voz clara, sin vergüenza, ni quiebres en la voz: Mi papá me ha violado doctor. Mira al techo, cuenta con los dedos, hace como tres meses, ese día llegó borracho, mi mamá había sacado al perro. Si doctor, ese día saqué al perro para que haga sus necesidades, me demoré más de una hora porque me puse a conversar con una vecina, que me dijo que a una de sus hijas menores le habían hecho brujería y que en esos momentos un brujo bueno de Huacho estaba sobándola y curándola del mal que le han hecho las vecinas maleras del otro lado del barrio y dice que se le dio por salir corriendo como loca, sin calzón que en plena regla lo zarandeaba como bandera roja por toda la calle, menos mal doctorcito que pudieron sujetarla entre varios muchachos y la amarraron al camastro del cuartito del fondo para que no se siguieran escuchando sus gritos, pero cuando yo regresé a mi casa ni cuenta me di, recién ahora que me lo dice hago memoria, ese día no fue mamá, ese día solamente me manoseó, yo qué iba a sospechar si es tan bueno, nos compra cosas, nos invita a comer, nos mantiene, a ella más, le hace sus gustos, le compra su ropita, sus cuadernos, figuritas, hasta jugaban en la cama, además ella es bien celosa, por cualquier cosa se molestaba, bien me decía él, no le digas nada ni le comentes nada, está celosa por que me voy a casar contigo, él ya había formalizado todo, hasta nos había llevado a vivir con él, a mí, a mi hija, y hasta a mi mamá, y ahora ella me sale con esto…(llora)

Doctor hace seis años, que salgo a vender caramelos en los micros, para poder mantener yo solita a mi hija y a mi mamá, y discúlpeme que llore, sonándose los mocos en el delantal, yo ya estoy cansada, hace ya como cuatro meses que estoy con Nicanor, él es electricista y me ha dicho: ¿para qué vas a trabajar?, te voy a comprar una carretilla para que vendas tus golosinas y no tengas que ir de carro en carro sin que nadie te compre nada, además con el humo de los carros te vas a enfermar de los pulmones, hasta tuberculosis te va a dar y quién se va a hacer cargo de tu mamá y de tu hija, y ya son dos meses que no trabajo doctor, yo qué iba a pensar, no mientas mamá, lo que pasa es que no quiero tener papá, y no me gusta que me obligues a decirle papá porque él no es mi papá, en todo caso sería mi padrastro, y es el cuarto padrastro que me traes, y yo he leído en los periódicos que los padrastros violan a sus entenadas.

Yo lo he denunciado después de decirle a mi abuelita, a ella le he contado todo, pero no me quería creer, porque ella dice que nos había visto antes, te he visto cuando el hombre ese te manoseaba y tú te hacías la dormida me decía, te dejabas besar la boca y tus pechos que recién te están saliendo, y no tenías vergüenza de gritar, es mentira abuelita yo le decía, yo estaba dormida, ni cuenta me daba, ¿cómo crees que voy a permitir que me toque si tú estás despierta abuelita?,

No es la primera vez que lo hace, él siempre me contaba al día siguiente todas las mañoserías que me hacía cuando yo estaba durmiendo, hasta mi mamá sabe cómo duermo yo, muchas veces trataba de despertarme y hasta tenía que echarme agua para poder despertarme. No doctor, lo que pasa es que en la noche estaba molesta, y la niña no quería dormir para el rincón, quería dormir en medio de nosotros, no mientas mamá que la abuelita estaba durmiendo para el filo de la cama, lo que pasa doctor es que como Nicanor nos ha llevado a vivir a su cuarto, sólo tiene dos colchones que los hemos juntado y los cuatro dormimos juntos, ella duerme para el rincón junto a su abuelita y él duerme para el filo, pero ella siempre quería dormir entre nosotros porque es bien celosa, ya él me había dicho no le cuentes nada a tu hija que parece que está celosa, hasta que no aguanté más y tuve que decirle que me iba a casar con Nicanor

Y para qué le dije eso doctor, su puso como loca, los ojos desorbitados, se arrancaba la ropa, se jalaba los pelos, parecía una poseída, decía que era mentira, rompió un florerito que Nicanor le había regalado para su cumpleaños, le arañó los brazos, la cara, le pateaba las piernas, gritaba, me has engañado maldito, tú me decías que nunca habías tenido nada con ella, que todo lo hacías por mí, que el próximo mes le ibas a pedir mi mano a mi mamá y que ella con mi abuelita iban a vivir con nosotros, todo ha sido una mentira, una mentira, y así se puso a gritar y salió corriendo como loca, ya no sé qué hacer doctor, mejor los dejo solos para ver si usted la puede convencer…

Yo no sé porqué mi mamá arma tanto escándalo. Yo ya no lo quiero al Nicanor doctor, él tiene como 50 años, y yo el próximo mes cumplo 12 años. Además he conocido un chico de diecisiete años que maneja mototaxi que estamos saliendo más de seis meses, ¿por qué me mira mi barriga doctor? Yo siempre he sido así, gordita, con esta barriga, yo todavía no menstruo, nunca he menstruado, por eso no me cuido, él me dijo que siempre íbamos a estar juntos, que mi mamá es una loca, solita se me ofrece, yo no quiero estar con tu mamá, sólo te quiero a ti me dice, nadie nos va a separar, ahora ya no lo quiero, porque mi mamá me dijo que se iban a casar y que ya habían hablado con mi abuelita, por eso doctor me dio mucha cólera y me fui solita a la comisaría a poner la denuncia, no me importa que lo metan a la cárcel.

El doctor auscultó a la menor, colocó el estetoscopio en los lugares convenientes y luego empezó a palpar con mayor convencimiento. Hizo un mapa mental de la posición del feto y dijo parece que tu enamorado tiene buena puntería, vas a ser madre en tres meses más. Es que mi padrastro también me hizo eso doctor y me hizo lo que más me dolió. El doctor no habló, terminó de realizar el examen y llamó a la Fiscal para decirle los resultados en forma verbal.

Por favor doctorcito, unos minutitos más y nos podría dar el Certificado original, nosotros lo esperamos, aquí le hemos traído una tacita de café. Todos los médicos legistas deberían ser como usted, de buen corazón.

©David Arce