La adicción a la morfina es un vicio solitario, casi masturbatorio, que se empieza por curiosidad y se persiste en la perpetuación del placer.
Cuando falleció mi padre de cáncer al pulmón, yo recogí las pocas pertenencias que lo ataban a este mundo y las guardé en una pequeña caja de madera, entre ellas estaba una bolsita con pastillas de morfina que en sus últimos días tomaba a diario y en demasía, hasta sospeché que él mismo se provocó la muerte con una sobredosis.
Yo, recién graduado en medicina, como mi padre siempre lo quiso, lo asistí en sus últimos días, buscando y proveyéndole su droga contra el dolor, pero en esos tiempos ni siquiera pensaba que yo mismo iba a quedarme atrapado en el sueño solitario de Morfeo.
Mis primeros días en el hospital, como interno de medicina, fueron para mí, la felicidad eterna, mi mandil blanco, el estetoscopio al cuello, los pacientes me decían doctor, y así caminando entre nubes abrí de par en par la puerta donde se encontraba tosiendo mi padre y por primera y única vez en mi vida lo vi llorar, no de dolor, sino de emoción de ver realizado su viejo sueño de tener un hijo médico.
Y ser médico joven tenía sus gollerías, y casi fiel a mis instintos, dejé de ser adicto a los libros de medicina, para pasar a ser adicto a las enfermeras, en especial de una de ellas: Erebeida Nix. Hermosa como ninguna, de aromática piel negra como sus ojos y guedeja luenga, dientes que al sonreír resplandecían con la luz entre sus labios de higo abierto. Parca como ella misma, pero cuando el milagro de su voz melodiosa se manifestaba, era arrobadora y arrulladora. De cuello largo como la más hermosa Nefertiti de ébano, pechos enhiestos y desafiantes olorosos a mirra e incienso.
Quedé cautivo de la miel de sus labios, y del olor de sus recovecos, nardo y azafrán, canela y clavo, rosas y diamelas. Y hasta ahora me pregunto si fue amor a primera vista o erección a primera vista, porque apenas la vi, toda mi sangre se concentró bajo el vientre latiendo con desesperación, pugnando por seguir su rastro perfumado, aún en las noches más oscuras de mis guardias, entre la soledad de mis sábanas.
Dejé de verla cuando terminé mi año de internado médico y mi padre agonizaba entre los velos de la somnolencia. Mi vida cambió en forma drástica cuando fui contratado por una compañía minera, a casi cuatro mil metros de altura, con apenas una semana cada dos meses para bajar al pueblo más cercano y emborracharnos con alcohol casi puro, sin otro entretenimiento que libros de literatura, que por obligación leía, por no dejar que el tiempo pase así por así. Siempre me ha parecido que quienes leen y quienes escriben hacen labores ociosas, que no otorgan nada práctico a la vida, pero cada uno con sus cosas.
Después de dos años de permanecer en la mina, y con bastante dinero ahorrado, regresé a casa donde, no sé por qué, tenía la esperanza de encontrar a mi padre, esperándome sentado en su mecedora, fumando sus cigarrillos negros. Solamente estaba la pequeña caja con sus escasas pertenencias, y en ese momento me dije, voy a probar lo que sentía papá cuando le calmaban los dolores con la morfina.
Así empecé. Luego de la sensación placentera de los primeros instantes, mi cuerpo me pidió más. Terminé todas las pastillas, y cuando no había más, mi cuerpo exigía más. Empecé a hacer recetas con nombres ficticios de pacientes y yo mismo, en diferentes farmacias me abastecía con la droga. Y cuando las existencias de las farmacias cercanas se agotaron y mi demanda se hacía más insistente, mi radio de acción se fue expandiendo, alcanzando a otras farmacias más lejanas.
Y como todo tiene su límite, y al terminarme casi toda la existencia de morfina en tabletas, empecé con las ampollas, y descubrí que eran más placenteras. Lo malo fue, que muy pronto las venas de todos mis brazos quedaron picadas, y luego las piernas, y probé hasta en los sitios más inverosímiles, como mis genitales y las venas de la lengua.
Cuando ya no había más venas que pinchar y mi cuerpo ardía en deseos de más morfina, me derrumbé y me dije que ya no valía la pena vivir. Utilicé mis conocimientos de médico para procarme una muerte sin dolor y sin conciencia, porque para esas cosas soy cobarde, y no me gustaría que la muerte me visite cuando estuviera despierto.
Armé un equipo de venoclisis, lo colgué de un clavo en la pared de mi cuarto, y lo conecté a un volutrol, que es un recipiente más pequeño, con una capacidad de cien mililitros. Allí coloqué una ampolla de midazolam que es un potente hipnótico, cuatro ampollas de bromuro de vecuronio para que paralizaran mis músculos respiratorios, y por si acaso todo esto fallara, dos ampollas de propofol, un anestésico líquido. Me coloqué un catéter con doble llave, porque primero quería administrarme una ampolla de cincuenta miligramos de midazolam y quedarme dormido antes de que empezara a gotear el frasco de volutrol.
Cuando tenía todo armado, sonó el teléfono, timbró cuatro, cinco, seis, siete veces y como no se activaba la contestadora, alargué mi mano, suavemente, para que no se saliera el endovenoso. Y al escuchar la voz al otro lado de la línea, mi corazón dio un vuelco tras otro vuelco, era la inconfundible voz de la hermosa Nefertiti de Ébano: Erebeida Nix, diciéndome, qué te está pasando, me he soñado contigo, deja de hacer todas las cosas que estás haciendo y vente conmigo que te estoy esperando hace más de dos años. Su voz melodiosa, con su tinte a ordenanza, se extinguió en el hilo telefónico.
Avergonzado, deshice lo hecho. Y temblando, enfundado en cuatro chompas, llegué a la dirección señalada. Allí estaba ella, esperándome. Me bañó en perfumes y me dijo: necesitas ayuda, y aquí estoy.
Ahora, veinte años después, completamente sanadas mis heridas del cuerpo y del alma, me atrevo a preguntarle, ¿cómo lo supiste?
Fácil, —me dijo ella—, me lo contó mi hijo Tánatos, hermanastro de Morfeo.
©David Arce